
Los días se mecían bajo el calor del sol. El trote fijo de los caballos despertaba el terrible humor que acontecía a los hombres inquietos. El cielo pardo dibujaba las escasas nubes moteadas, en tanto que el sol se alzaba poderoso, amplio y elegante, calentando las espaldas sudorosas de los viajeros de oriente.
El día se volvía intenso y cada hora se encontraba perdida, aquellos eran los pasos desesperados de la maldición blanca.
Escaseaba el viento, allí donde las colinas se abrían y el pasto se volvía naranja, donde el agua no abundaba, donde las áridas tierras se perfilaban en un mar infinito de soledad. Malkar observa a su álgidos compañeros, esos buenos guerreros que llevaban la lucha en la piel, se sentía orgulloso de formar parte de tal grupo, de todos y cada uno de los idóneos soldados que lo componían. Malkar conservaba el pasado grabado en forma de viejas cicatrices, el hambre y la sed lo habían marcado de por vida.
La valerosa tropa de abandonados hombres, ansiaba con desesperación el final del camino, la culminación del fatídico viaje por el que empezaban a perder la cabeza. Los perros heróicos, era el apodo con el que solían reconocerlos, así los señalaban o recibían, así se presentaban ante los ojos del mundo, aunque de héroes solo recibían el nombre, pues en aquellas mermadas filas de petos de acero, se ocultaba un mal bien conocido por ellos, la cobardía.
Y no era un temor incierto por la muerte, que durante largas horas solía rondarles sin dar tregua, sino la cobardía a perderse en un vago recuerdo, al que sus nombres yacieran bajo el olvido, y su compañía quedara sepultada ante las filas del adiós.
Eran una recopilación de sobrevivientes, hombres cautos que conseguían conservar la vida.
Una vida simple y escasa que de poco o nada les servía. No tenían nada más que a sí mismos, habiéndolo perdido todo, conocían la tragedia de cerca, acostumbrados a vivir con el temor a la nada.
Malkar recordaba la sombra de la noche, esa que nunca llegaba, esa que cubría con el pálido azul las colinas lejanas. Casi podía escuchar el canto ligero de miles de ancianos, acunado en el viento, en un impreciso soplo de aliento, en una realidad fortuita a la que no querían redimirse, y a la que se veían sentenciados a convivir en la infinita luz del día.
Abandonaron los caballos sumidos en el silencio, la tierra negra se alzaba finalmente ante a ellos.
Malkar había escuchado miles de historias sobre aquellas lejanas fronteras, las maldiciones, las necias canciones de muerte a cuanto viajero osara posar su vista en el desterrado lugar. Sentía el miedo renacer en su pecho, como un viejo conocido que hacía mucho no frecuentaba visitarlo. Las viejas leyendas cobraban vida, mientras sus ojos divisaban los anchos muros de piedra que los separaban del castillo del fuego.
No podía olvidar a los viejos reyes que alguna vez conoció, esos que llenaron de la divina gracia y que se tomaron un breve instante para ayudar a su pueblo, a la olvidada gente que poco más tarde desapareció bajo la llegada de las sombras.
Solo cinco de los veinte serían recibidos por la reina roja, entre ellos el joven Malkar, quien a pesar de su corta edad, era un guerrero ejemplar, un digno luchador y merecía contemplar de cerca a la terrible soberana. Nunca había visitado lugar como aquel, las mujeres vestían largas túnicas doradas, y los hombres enormes armaduras de hierro negro.
Allí la vida rebosaba del gusto que ellos no conocían.
Acostumbrados a la miseria y el triste pesar de los pueblos relegados, veían casi con disgusto como aquella gente se llenaba de lujos, no conocían escasez ni la desdicha, sus vidas se encontraban bien dispuestas, y todo era gracias a la bien amada reina roja.
Fuera de las lúgubres murallas de piedra se decían muy pocas cosas buenas sobre ella.
La avaricia manchaba la trágica historia de su familia, en cuyo emblema destacaba una filosa daga roja, símbolo emblemático que denotaba la cercanía con la muerte que siempre los había mantenido unidos.
Los hombres desfilaron en fila hasta el alto palacio de fuego, se adentraron en un sinfín de pasillos largos en los que la luz del día apenas y se colaba por pequeñas rendijas. Llegaron hasta una ancha sala de mármol, con un techo abovedado de color inmaculado, una docena de personas los observaban desde la media penumbra, las mujeres usaban vestidos elegantes de suave muselina dorada, mientras los hombres lucían con orgullo imponentes armaduras de hierro rojo.
Darío, el de mayor edad y jefe de los perros heroicos, dio un paso al frente al tiempo que inclinaba la rodilla en el suelo.
-Mi señora hemos venido implorando la clemencia de vuestra gracia – se dirigió a una dama de baja estatura de rostro ancho y ojos largos.
Malkar no podía creer que aquella mujer de robusto cuerpo fuera una poderosa reina.
No imaginaba a la reina roja como una mujer joven desde luego, pero esperar semejante presencia, rompía por completo las alusiones que durante eternas jornadas, él y los hombres habían recreado en sus torpes cabezas.
Venían de la muerte, de las tierras áridas y estériles, buscaban un camino distinto, sobrevivir y mantenerse bajo el amparo de un poderío de gran importancia. Allí ninguno recordaría su procedencia, ya no verían las altas colinas negras ni los infinitos días sin noches, allí Malkar conocería la luna, el suave tonar de la música bajo las estrellas, el viento de otoño, la brisa fresca.
El séquito que rodeaba a la reina rompió a reír de pronto. Una joven alta de cabellos rojos se puso en pie ante ellos, llevaba una túnica verde a juego con sus ojos, y sobre esta, una armadura pulida de anillas ornamentadas de oro y fuego, Malkar necesitó solo un segundo para comprender el terrible error de Darío.
-Creo que os equivocáis mi bienaventurado caballero, la soberana soy yo – exclamó sentándose en el ancho trono de piedra – y si de algo necesitáis no dudes en acercaros a mí – Darío inclinó la cabeza volviendo a colocarse junto a sus hombres, cuando pensaban que podían abandonar el recinto e ir por el resto de sus compañeros, la reina los detuvo – Un momento – se llevó un dedo a los rosados labios – quiero que me dejéis a él – y señaló a Malkar.
Todos abandonaron la sala, todos excepto él y ella.
La reina se movía en silencio trazando círculos ante él, quien, nervioso, no podía hacer otra cosa que mantener la boca cerrada y esperar. Esperar ante el tenso silencio que los oprimía, que les robaba el aire, y que amenazaba con aplastar los amplios pulmones de Malkar.
-Sois de Dargueri – afirmó ella estudiando los ojos pardos del otro – fui allí una vez, muy niña, conocí a un chico que tenía los ojos rayados, iguales a los tuyos…
La memoria del Malkar regresó en el tiempo, a los días febriles en conoció el hambre y la perdida, en los que vivió en la miseria. Recordaba a la niña que había sido entonces, a la niña que tan amablemente le ofreció agua a sus gastados y sedientos labios, entonces ahora, diez años después volvía a verse reflejado ante ella, no como un fantasma de su pasado, sino como un fiel servidor que agradecía el gesto y la intención, y que ahora le devolvía la vida de la mejor manera que podía. Los perros heroicos eran recibidos por una reina con fama de cruel, una a la que Malkar conoció mucho antes que el resto del mundo, pudo sonreír complacido, ya conocía su destino, ya podría decirse que finalmente convocaba al placentero descanso, y la vida tranquila que se le había negado.
Excelente historia.
Muchas gracias Elko, me alegro que te gustara. Saludos
Buena historia, me quede con ganas de mas ?
Muchas gracias, me plantearé seguir con una continuación, saludos 🙂