
Las lunas nacían en el temor de los magos, en esos hombres castos que dedicaban sus ansias y su energía a renovar los mundos desiertos. En tanto, los cielos desistían, implacables, bajo los augurios maltrechos de un pueblo arrasado, encontrando los escombros de una dinastía olvidada.
En las noches desiertas se resignaban al horror de las espadas. Al fatídico sonido del choque del acero, al olor de la sangre, a la llegada de la muerte.
Allí los hombres libres nacían al clamor de las noches olvidadas, en la sentencia de una guerra enunciada. Al tenor de los enemigos que acechaban, como un mal rotundo, aferrados a la conquista, a ese lúgubre lugar en el que todos morían.
El infierno se alzaba sobre las tierras del rey. Los soldados iban y venían, se movían entre gruñidos, gritos y tristes lamentos de dolor. Eran masacrados, exterminados como una plaga maldita que debía agotarse en el mundo.
Bastian jamás había sentido tanto odio. El enemigo se reforzaba con el ímpetu de una victoria asegurada. ¿Y cómo no? Poseían todos los magos poderosos del imperio, mientras ellos, bueno, ellos tenían acero y poco más. Los mundos decaían en los trágicos encuentros, separados en distancias, parecía irrevocable el hecho de que llegaran a pactar la paz.
Y es que la paz parecía sucia para esos terribles gobernantes. Era mejor la guerra, la muerte, las espadas. Más fácil que doblegarse, más fácil que los acuerdos, que vivir en una supremacía igualitaria en la que hombres y hechiceros pudiesen convivir mitigando sus egos.
La oscuridad impedía una clara visión, pero el rugido permanecía allí, junto a las luces destellantes, junto a los gritos de horror. Podía sentir la muerte pisándole los talones, casi podía ver a través de su aliento putrefacto llegándole a la cara, manchando de guerra esa visión disoluta que conservaba.
-¡Comandante hemos perdido dos pelotones! El rey se ha retirado a tierras seguras y ordena que nos quedemos defendiendo la ciudad – Gritó entrecortadamente uno de sus soldados.
¡Cobardes! – fue lo único que vino a su cabeza. Ahora era su deber defender lo indefendible. Sin lugar a dudas iban a morir. ¿Cómo podía mirar la cara de aquellos hombres y asegurarles que no tenían salida? Solo le quedaba entonar un discurso valiente, suicida, lo suficientemente honorable como para infundirles ánimos e instarlos a luchar por una causa perdida. Como si eso pudieses asegurarles un lugar en los terrenos a los que corría su majestad para salvar su preciada corona.
Pero antes de que pudiese inspirarse para dar inicio a un discurso cautivador, parte de la muralla se vino abajo. Las piedras entrechocaron en un extraño instante en el que las luces cruzaban el firmamento. El enemigo se filtraba en la ciudad, todo estaba perdido.
Corrieron comprendiendo que no podían hacer nada más que buscar un refugio, entre las fuerzas combatientes que aún se resistían, como si fuese inapelable el hecho de que ya estaban muertos. La guerra se resistía.
El cruce de las luces lo cegó, y mientras se retorcía intentado incorporarse un golpe asestó en su pecho. “Así se siente abandonar el mundo” pensó casi lamentándose por esa vida vacía que hasta entonces había llevado. Pero no estaba muerto aún, y cuando sus ojos recuperaron la visión se encontró con la figura de una mujer poderosa. El cabello dorado le caía como una cascada a lo largo de la cota de malla, subía y bajaba la espada en una danza metódica, acostumbrada a esa lucha como parecía estarlo.
Bastian se fijó en la flecha que sobresalía en su espalda. La estaba matando, y sin embargo se mantenía firme con el pecho alto, con el dolor asiéndola en tanto que ella se esforzaba por ahuyentarlo. La consumía, en el silencio de la batalla, como una vida inútil que se aferraba a las ansias de victoria.
Pero la mujer no luchaba contra ellos, a pesar de llevar la capa granate de los magos, y utilizar el aire para crear un escudo, ella estaba intentando salvar a un hombre que yacía a su lado. Revelándose contra su bando, entreviendo la grieta profunda que ahora los separaba.
En el cielo se alzaba una nube roja. “Magos” pensó. Pero si los magos llegaban hasta allí, ella y su compañero tenían escasas probabilidad de sobrevivencia, eso sin mencionar las de él, que a cada respiro se acortaban. Se aproximó hasta la hechicera intentado llamar su atención, tal vez no debía confiar en ella, era peligroso tomarla por una aliada cuando en un simple abrir y cerrar de ojos podía por terminar de destruir la ciudad.
La mujer lo miró con recelo, al principio no podía entender qué pretendía hacer el soldado, pero el dolor en su pecho comenzaba a aumentar y en cualquier momento podría perder la conciencia.
-¡Llévatelo a la ladera sur! – Le pidió al tiempo que le entregaba una piedra – Estaréis a salvo allí, yo iré pronto.
Él aceptó con pocos ánimos, tomó en brazos al hombre e inició la caminata.
El camino era largo y difícil. En el trayecto no pudo evitar sentir el dolor al ver los cuerpos masacrados de sus soldados. En un último intento por salvar la ciudad se habían aventurado con heroísmo para perecer tristemente en las calles sombrías de una ciudad muerta. “Que absurda es la sociedad” se lamentó comprendiendo que jamás habían tenido una sola oportunidad de victoria, lo único que había hecho, era retrasar el ataque para otorgar el tiempo necesario a un rey necio de encontrar su anhelado refugio.
La ladera lo recibió con las sombras del anochecer. La hechicera debía encontrarse allí, pero en lugar de eso, solo habían sombras y niebla. El hombre empezó a retorcerse, el efecto soñoliento que la maga había aplicado estaba pasando, y la herida de su pecho comenzaba a abrirse.
Cortó la manga de su camiseta y empezó a improvisar unas vendas con la intención de calmar la hemorragia, pero aquel hombre ya tenía un pie en el hades.
-No la dejes volver… – Suplicó con sus últimos alientos – La quieren, la necesitan…
Pero Bastian no llegó a saber para qué la necesitaban puesto que el hombre falleció antes de terminar la frase.
Más muerte.
La muerte lo rodeaba como una cadena aferrándose a su pecho. ¿Debía huir? Si la hechicera volvía y lo encontraba junto al cuerpo sin lugar a dudas pensaría que había sido su culpa. Y no pudo detenerse a pensar más, puesto que las sombras caían con aplomo y la mujer enfilaba hasta donde se encontraba.
Se detuvo a escasos pasos mirando el cuerpo tendido. Su rostro no reflejaba emoción alguna, Bastian pudo ver que la flecha ya no estaba en su espalda y no parecía sentir dolor alguno por la marca que había dejado.
Ella se dio media vuelta dejando escapar un largo suspiro.
-Gracias – Dijo finalmente – No tenías porque traerlo y sin embargo me habéis ayudado. No puedo decirte lo mucho que lamento el haber reaccionado tan tarde, jamás pensé que mi pueblo fuese liderado por asesinos, para cuando intenté detenerlos… – Se interrumpió con el dolor llenando sus palabras – Era tarde. Soy Dalia la hechicera negra.
La sangre se heló en el corazón de Bastian. Había escuchado tantas leyendas en torno a ella que el mito parecía extinguirse como un simple murmullo llevado a voces para inspirar el miedo. Pero él estaba allí, ante ella, conmovido e intrigado, dispuesto a luchar por un mundo humano que ella había defendido durante toda su vida. Hincó su rodilla y no hicieron falta las palabras, los ojos de Dalia se llenaron de gratitud ante un desconocido que parecía tener algo más que humanidad en su pecho. Y él finalmente podía otorgar un sentido digno a su vida, no lucharía por reyes, por codicia o por tierras, lucharía intentado alcanzar la paz, una que uniera esos mundos tan distantes que ahora se doblegaban ante la sangre, se unía a la hechicera negra dispuesto a darle la vida.