Las olas mecían de manera inclemente aquella proa que se resistía contra la salvaje marea. Los hombres, danzaban al unísono del mar, en ese acústico canto que arremetía con vaga ansiedad.
Entre tanto, sus corazones se apaciguaban, dominados y casi dormidos, con la insistente vanidad de ver sus sueños perdidos.
No eran marineros. Nunca habían surcado el mar. Tampoco eran agiles guerreros. Solo eran vándalos al borde de la justicia, sometidos a una deuda de sangre que su señor les había hecho jurar. ¿Y cómo podían contradecir a un hombre que los había armado y dotado de buenos barcos? No podían, aunque murieran, uno de ellos debía sobrevivir y cumplir la promesa que habían declarado.
Esa promesa pesaba tanto. Se movía con insistencia sobre la ancha madera, como una serpiente buscando tentarlos, pero ninguno osaba mirarla, su fama precedía aquella voz dulce, esos ojos de miel, esa piel caoba que embrujaba a los hombres libres para atarlos a la misericordia de un llanto de sirena.
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