La voz del rey

Las olas mecían de manera inclemente aquella proa que se resistía contra la salvaje marea. Los hombres, danzaban al unísono del mar, en ese acústico canto que arremetía con vaga ansiedad.

Entre tanto, sus corazones se apaciguaban, dominados y casi dormidos, con la insistente vanidad de ver sus sueños perdidos.

No eran marineros. Nunca habían surcado el mar. Tampoco eran agiles guerreros. Solo eran vándalos al borde de la justicia, sometidos a una deuda de sangre que su señor les había hecho jurar. ¿Y cómo podían contradecir a un hombre que los había armado y dotado de buenos barcos? No podían, aunque murieran, uno de ellos debía sobrevivir y cumplir la promesa que habían declarado.

Esa promesa pesaba tanto. Se movía con insistencia sobre la ancha madera, como una serpiente buscando  tentarlos, pero ninguno osaba mirarla, su fama precedía aquella voz dulce, esos ojos de miel,  esa piel caoba que embrujaba a los hombres libres para atarlos a la misericordia de un llanto de sirena.

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El camino de fuego

Las almas cautivas vagaban como leves prisioneras del adiós, albergando las tenues posibilidades

de alcanzar esa libertad plena que desconocían hasta entonces. La ciudad se mantenía en la

profunda calma que precedía al fin del mundo.

El sol se extinguía como el augurio negro de un desdichado final. En tanto, los hombres

sucumbían en sus lechos, agotados entre miles de excesos. En un reino que se lo había dado todo

y que ahora los obligaba a ceder, como ratas perseguidas, que merecían un catastrófico final.

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El viaje de las cadenas

 

Las olas se mezclaban entre el inclemente mar de la tormenta. La pequeña barcaza se agitaba sobre el rugido imperceptible de la noche. Allí donde los miedos acunaban hombres nuevos, nacían las leyendas de valentía y fuego, donde los magos vagaban en busca de una historia nueva, se desataban las peores guerras.

Eran días de una paz falsa que se cobraba a un alto precio. Los hombres vagaban por aquellas calles de arena consumidos entre la deshonra y los males derrumbados que llevaban a cuestas, las noches solían atraer los barcos hasta aquella costa de hielo, donde el frío se agitaba arrastrando las pesadillas de los nuevos viajeros.

La pequeña barcaza tocó puerto sobre la media noche. Asier conocía esos rincones casi tan bien como la palma de su mano. Solía frecuentar la ciudad cuando su búsqueda desesperada estaba a punto de fracasar. Allí se abastecía y volvía al mar a recobrar su antigua vida.

La pequeña plaza lo recibió con la soledad de las noches heladas, sabía donde pasar la noche, giró en la esquina y se adentró en un callejón sin luz. Dos puertas a la izquierda llamó y con un simple susurro el portal cedió.

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