
El mundo oscurecía bajo la repentina llegada del ayer. Aquellos hombres acostumbrados a la muerte, abandonan las armaduras y emprendían la intensa búsqueda de supervivientes. Héctor no podía avanzar, su corazón se sentía anclado a una tierra en la que lo había perdido todo.
Sus ojos, aún heridos por la luz, no lograban vislumbrar el camino sereno al que los comandantes aseguraban se llega hasta la paz.
Las miradas hoscas se posaban en él. Un peso muerto solía acompañarlo en las noches frías tras la cruda batalla, el silencio se acomodaba en su garganta, miles de dedos lo señalaban, y es que en su espalda cargaba con la culpa, una culpa torpe y ciega que sin embargo no llegaba a poseer.
Los ecos del nuevo desafío cantaban al alba, en una triste tonada, repleta de despedidas, de rostros que no volverían a ver.
—Toma esto —le entregó un hombre barbudo que cargaba unas pocas pertenencias al hombro —, un recuerdo.
Héctor aceptó agradecido. Llevaba el bolso lleno de absurdos recuerdos. De viejos objetos que ni siquiera le pertenecían a él. De eso trataba la guerra, de cargar con pesadillas, con el adiós, con el incierto temor a lo que el próximo día traería.
Había visto morir a tantos, que ahora cargaba con los recuerdos de otros. Se había vuelto una pequeña tradición que muy pocos comprendían, cargaba una parte del alma de sus compañeros, esos a los que ya no volvería a ver.
Caminó muy por detrás del ejército, era de los muchos otros que habían perdido su caballo, por lo que ahora emprendía otro largo viaje a pie. Tal vez en el camino podría hacerse con un buen animal de carga, o tal vez no tan bueno. Sintió un par de monedas entrechocar en el bolsillo y percibió la desgana que durante horas solía invadirle. Los comandantes retrasaban los pagos, por lo que adquirir un nuevo animal tal vez tardase un poco más.
Los años de lucha acontecían en un rostro poco juvenil para entonces, unos surcos delgados empezaban a notarse en el contorno de sus ojos ¿Cómo se había abandonado a la batalla? Casi no lo recordaba, en un instante estaba en su casa y otro después vestía la dura armadura de hierro. Quitó importancia a lo que ya no la tenía, no valía de nada reprocharse el pasado, no valía imaginar el presente de haber tomado decisiones distintas.
—Regi quiere verte —le soltó un soltado al tiempo que le escupía a los pies.
“Que poco valor poseemos los que llevamos los pies al barro en una guerra tan cruda” pensó.
No podía recriminarle a nadie el sentirse superior a él, Héctor era nadie. Caminó con pereza observando como el campamento volvía a tomar forma.
La carpa dorada se encontraba iluminada por una decena de velas. Allí, sentados junto al fuego, se postraban los grandes comandantes de los cuatro ejércitos. Regi, un hombre alto de enorme contextura, era el comandante supremo y quien dirigía las acciones de ataque. Acero, uno de los príncipes más temidos de todo el reino, regía la mayor de las legiones pertenecientes al ejército, era un soldado crudo, en ocasiones cruel, y la verdad es que no se decían muchas cosas buenas de él. Kharas y Flint, hermanos inseparables que habían ganado con justicia su puesto en la guerra, aunque no poseían mucho peso, eran tomados en cuenta por los otros comandantes que presidían los consejos.
Todos ellos valientes, aguerridos y luchadores. Capaces de lograr que Héctor quisiera arrancarse los ojos antes que enfrentarse en un duelo con alguno de ellos.
—Toma asiento —Ordenó Regi e inmediatamente lo hizo, como si fuese un impulso natural al que respondía su cuerpo —. Hemos discutido durante cierto tiempo vuestra campaña en el ejército. Si bien es cierto, diez años se convierten en muy poco, a ti te han favorecido largamente. Vuestro padre, el conde Wilcer, un hombre al que prefiero no recordar, estaría muy disgustado con vuestra actual posición en mi legión.
Su padre estaría muy enfadado por cualquier cosa. No necesitaba una excusa clara para desatar su cólera, pero esto ya no podía oprimir el pecho de Héctor, porque su padre había sido declarado traidor y se había mantenido cautivo desde hacía una década al menos.
—En fin, hemos querido deciros que vuestra madre ha fallecido, por lo que nos encontramos en una diatriba muy poco gustosa, el permitir al gran Wilcer regresar a nuestras tierras y ofrecer una sepultura santa a su señora, o dejar que otros hagan el trabajo sucio por él — la voz de Acero lo sorprendió, no por lo ruda que podía sonar, por la burla que escondía en ese tono frío que empleaba con él.
Héctor podría responder que no consideraba correcta la decisión, era la mejor manera de ganarse el favor de aquellos comandantes que poseían tanto poder. Podía resoplar y responder con energía que ningún enemigo a la patria debía rondar tierras del emperador. Pero hacía tanto tiempo que había renunciado a sus ideas para ser partícipe de las de ellos, que ya se convencía de que nada de aquello valía realmente la pena. ¿Qué había logrado? Llevar a su madre hasta la soledad absoluta para tenderla a puertas de la muerte sin nadie que pudiese velar por ella.
Él era un cobarde, un cobarde que durante diez años había pertenecido a la guerra huyendo de esta.
Cada batalla retorcía ese dolor angustioso que formaba en su interior, cada lucha asemejaba esas pérdidas maltrechas que ya no ansiaba recordar. Había intentado poner en pie todo lo que su padre había destruido, y no sirvió para nada. Después de tanto tiempo, continuaba siendo el hijo de un traidor, un soldado de a pie que en diez años no había logrado subir de rango.
—He cargado con el odio ancestral de otras generaciones, mi padre ha de mantenerse en el exilio —Sentenció Héctor intentando no pensar en el cadáver de su madre.
Los cuatro hombres permanecían callados, observando esos rasgos que hasta no hacía muy poco pertenecían a un niño, un niño al que se le había arrebatado la inocencia. Héctor lo sabía, desde su nacimiento había sido condenado, recluido a una lucha injusta de la que no debía formar parte. Poseía sangre noble, una sangre tan común como la de cualquier otro, pero que en otras bocas llevaba peso, en cambio en la de él se convertía en mentira, pues siempre poseería la sangre de un padre traidor.
Y sin embargo ahora que se le presentaba una oportunidad para huir, sentenciaba su destino con mayor ímpetu que nunca.
Héctor debía permanecer en la guerra, debía marchar y llevar con honor aquella armadura bruñida que ahora le pertenecía. No continuaba en el ejército por su padre, ni por su familia o por el honor que podría conllevar, lo hacía por todos esos compañeros que no habían llegado al final de la batalla, por todos los que quedaban sepultados sin nombre y sin gloria, por ellos continuaba, porque fuera donde fuera, seguiría siendo el hijo de un traidor y no Héctor el luchador.
Interesante personaje construido sobre el peso de una herencia. Daría pie para bastantes más páginas, por supuesto, al tener sembradas las semillas del conflicto con los propios compañeros, consigo mismo (debatirse entre redimir el honor familiar o mandar a freír espárragos a los demás)
Unos buenos cimientos en una historia breve que tiene suficiente autonomía por sí misma 😉
Muchas gracias, este fue solo uno de esos personajes que me rondan la cabeza, creo que podía haber trabajado un poco más su historia, pero tal vez queden algunas páginas sin contar. Un abrazo
Hola Iris,
Me ha gustado mucho el relato. Te sumerge en el oscuro mundo de la guerra.
«Los ecos del nuevo desafío cantaban al alba…»
Simplemente precioso… me encanta esa frase.
Con tu permiso he enlazado tu blog en el mío.
Un saludo
Lourdes
Muchas gracias Lourdes, de verdad es un placer enorme que te gustara, y no hace falta pedir permiso, puedes enlazarlo sin problema. Un beso
Un relato con un perfume sombrío, sin esperanza.
Hola Iris,
Ando con muy poco tiempo, con los libros y demás, ya sabes; pero quería leer este relato que me comentó mi mujer, Lourdes. Ahora en un rato tranquilo lo he hecho, y me ha gustado mucho. Sobre todo el nivel literario que tienes. Veo talento para escribir, si me permites que te lo diga. Se nota cuando vas avanzando en la historia. Hay mucho escrito por ahí, de famosos y de menos famosos, tú lo sabes, y mucho de todo eso no hay un Dios que se lo lea. Por eso suelo desconfiar, je, je. Pero al empezar a leer tu relato me he dejado llevar muy agusto. Te felicito. la historia está llena de una estética preciosa y el sentimiento que pones salta de las palabras hasta el lector de forma muy fluida.
Saludos y buenas lecturas este fin de semana.
Muchas gracias Jesús, me ha sorprendido mucho tu comentario y agradezco que te pasaras a dejarme tu opinión. Intento mejorar cada día, y comentarios como el tuyo me hacen ver que poco a poco logro avanzar en la escritura. Saludos