
Los días se disfrazaban en la concordia apacible de una muerte sin final, como quien mira el abismo y pierde el miedo a caer.
Allí sucumbían los gritos errados de miles de gargantas secas. A la espera infinita, doblegada, que los obligaba a marchar con la cabeza baja.
El sol perfilaba el vago matiz de las montañas, Isis podía presumir de su buen temperamento en aquellas mañanas heladas. El fuego no le faltaba, se sentía acobijada aquellas noches de luto, en las que los dragones abatían sus alas turbias, desterrando a la muerte, invitando al oscuro terror nocturno.
Los días olvidados frecuentaban la cotidianidad de una vida de encierro. Dieciséis años habían pasado desde que su cuerpo sintiera la libertad sin estar bajo un techo. Desde entonces, el viejo campanario servía de hogar y prisión a esa alma que ya no ansiaba mirar la luz.
Solo se resignaba, a los fantasmas y miedos que sin descanso la acosaban. Con el tiempo perdió la ilusión de ver el mundo, de comprender aquello que estaba más allá y la invitaba a soñar. Pero esos sueños eran turbios y muy lejanos como para añorar alcanzarlos.
La guerra había atraído el final de una nueva era.
El tiempo se había adueñado de los hombres, esos que marchaban con espadas, que no vencían ante la muerte. Isis los había conocido bien. Soldados maltrechos y condenados, casi tanto como ella, solo que ella no había tenido elección, por el contrario, ellos sí la tenían. Solo por esto se obligaba a odiarlos. Sí, los conocía por las largas charlas que le tendían, sobre las palabras que sonaban en sus pechos.
Sin embargo nunca había visto alguno de ellos.
Los conocía porque intuía lo que le dirían, porque Grillo siempre le hablaba de esa crueldad que asolaba el mundo, y ella le creía, no tenía razón para mentirle y eso la obligaba a odiarlos.
—La oscuridad cabalga en esos corazones de piedra.
Eran las palabras que con frecuencia repetía Grillo, el monje olvidado que cuidaba del campanario. Era un hombre frío dotado por un odio incesante hacia la humanidad, muchas veces incluso hasta Isis perturbaba sus inflexibles silencios, y esto atraía la ira desbocada del anciano.
Ella no podía contradecir a su cuidador. No tenía familia alguna y él era la única persona que conocía. Le había enseñado a leer, y gracias a esto, Isis pasaba los días enteros desterrada en la sucia biblioteca archivando manuscritos y cartas viejas.
Sus días eran el reflejo de una muy calculada rutina que se le prohibía quebrantar.
Grillo volvía del pueblo cargado de pan y queso, tenían poco para sobrevivir y gracias a su arduo trabajo con las cartas, Isis podía ofrecerle a Grillo una manera para subsistir.
—Un desastre —decía mientras dejaba caer el abrigo — soldados por todas partes, un anuncio de muerte…
Isis lo miró sorprendida, el pueblo solía servir para abastecer a los ejércitos retrasados que marchaban al sur, era de esperar encontrar anuncios de guerra por todo el camino.
El anciano se mostraba agobiado, dejó las cosas sobre la mesa y se giró a encender el fuego de la chimenea.
Un ruido la hizo girarse de pronto. La noche caía y la luna tomaba forma en un cielo, la puerta seguía abierta, pero algo en el aire parecía distinto.
Se dirigió al patio, caminando más lejos de lo que nunca había llegado.
Con el miedo palpitando contra su pecho decidió atentar contra lo desconocido, adentrarse en esa frontera de lo prohibido y transgredir las reglas de Grillo.
Las sombras del exterior cegaban sus ojos poco acostumbrados. Allí, en los arbustos, una figura se agazapaba escondida intentando no ser vista.
El corazón le dio un vuelco, latía con tal violencia que creía su cuidador podría escucharlo desde adentro.
Por primera vez la curiosidad atenuó a su sentido común. Avanzó arropada por el silencio, con la voz del anciano resonando en su mente, advirtiendo de la crueldad del mundo, del horror de la vida normal…
—Por favor… —susurró la voz. Un hombre alto yacía con las manos sosteniéndose el vientre, la sangre corría por su cuerpo proveniente de una herida abierta, sus ojos divagaban en una expresión anhelante.
Isis corrió de vuelta al campanario. El corazón brincaba con una fuerza desconocida, se vio arrastrada hasta su alcoba donde tomó un par de prendas y un cubo de agua.
El hombre seguía donde lo había dejado. Se encontraba inconsciente, intentó arrastrarlo para ocultarse en el bosquecillo que rodeaba el campanario, lejos de la vista de Grillo. Sabía lo que diría, sabía que dejaría que muriese allí, sin prestar ayuda y sentir la menor culpa, luego la castigaría por haberse sometido al peligro del mundo exterior.
No, Grillo no podía enterarse de nada, ayudaría a aquel hombre y luego lo dejaría que se marchase.
Limpió la herida con cuidado. Luego se limitó a cocer con hilo y aguja la herida, dejó una pequeña manta sobre el hombre que abrió con mucha dificultad los ojos.
—No sabría cómo pagarte por esto… —Susurró poco antes de tenderse en un sutil sueño.
Isis lo admiró desbocadamente. El único ser vivo que había apreciado con tanto detenimiento era Grillo, no conocía a sus padres, y no tenía otra familia que no fuese el anciano. Hacía mucho tiempo, unos hombres se acercaron al campanario, pero el hombre los ahuyentó poco antes de que ella pudiese mirar.
—¡Isis, Isis! — La voz de Grillo resonó a sus espaldas.
Casi sin meditar, salió de su escondite para encontrarse con Grillo.
—¿Qué hacías allí? — Inquirió el hombre casi gritando
—Nada — fue una respuesta corta que sonó a mentira.
El hombre, la hizo a un lado y se aproximó al lugar donde Isis había estado. Sus ojos se toparon con el guerrero tendido y la cólera bailó en su rostro.
—¿Cómo te atreves? — Inquirió sujetándola con mucha fuerza por el brazo – Pretendías engañarme, es que acaso… ¿Pretendes dejarme?
Isis comprendía el miedo infundido con el que Grillo había envenenado su cuerpo. El hombre que yacía junto a ellos no era un demonio como solía decirle, los hombres del pueblo tampoco debían serlo, y entonces, ¿por qué había creído durante tanto tiempo que sus historias eran verdad? Por miedo, por esa luz apagada que nunca había renacido en su interior, se había posado en las sombras y permanecía sujeta esa débil luminiscencia que Grillo le tendía como un único acto de piedad.
—Me iré — manifestó convencida, sin sentir miedo por primera vez en toda su vida.
No sabía hacia dónde podría ir, no sabía qué haría, solo sabía que se marchaba a buscar una vida.
—¡Oh, no lo harás, jamás pretenderás abandonar al hombre que te ha dado todo en este mundo!
Las palabras del anciano resonaron en su cabeza, ella vivía en un mundo de papel doblado al antojo de él. Escondida de un mundo que no podía ser más cruel que aquel hombre de piel arrugada. Ahora comprendía que la luz y la oscuridad eran conceptos vagos que carecían de veracidad, ambos coexistían como uno solo.
Isis se marcharía, acompañada por el soldado que había salvado, abandonaría ese turbio campanario que durante toda una vida la había apresado. Ahora el sol, los campos y el aire la recibían como quien encuentra la redención de una nueva vida.
Qué bien la narrativa saludos
Muchas gracias, un abrazo Luis