
Las flores llovían en letargo eterno de un grito aclamado. Cientos de voces se alzaban en el cielo, en la niebla ligera que adormecía sus sueños, en esos instantes cristalinos que volaban junto al viento.
Entonces el fuego aulló, quebrando el silencio, incitando al acero, los niños cayeron como las víctimas ante un lejano infierno. Luego vino el mar, con la espuma de anhelos acallando a esas madres que ya no tenían consuelo.
La ciudad se debatía en un gozoso despertar.
Su reina volvía y con ella se calmaba la tempestad. Desde su marcha al sur, habían esperado con impaciencia la vuelta de esos hombres aguerridos que además de soldados y luchadores, eran padres de familia.
La marcha suave se amortiguaba por el vitoreo de mujeres y niños, Eiella avanzó a paso lento coronada por una docena de flores rojas.
A su camino, le tendían oraciones, suplicas, y gritos de ayuda. Pero ella no podía escucharlos, su cabeza se concentraba en el enfrentamiento que aguardaba dentro de su propio palacio, con hombres que debían ser de su entera confianza pero ocultaban sentimientos enemigos conjurados en el pasado.
Las sonrisas que dibujaba eran poco sinceras. Sí, su pueblo representaba toda una vida para ella, un destino no escogido, el rumbo de un puesto que se había trazado solo para ella. Desde entonces desempeñaba la ardua tarea de preservar sus intereses de velar por sus ciudadanos, de quedar alejada de cualquier sentimiento humano.
Nadie podía imaginar los toscos pensamientos que acudían hasta su reina, en tanto las tonadas se alzaban y las mujeres bailaban, el aire se agolpaba en sus pulmones haciéndola palidecer.
No era un buen día para tan larga caminata, los mareos la asaltaban mientras su estómago se debatía en devolver la poca comida que había degustado en la mañana.
-Mi señora, el concejo ha solicitado audiencia – Informó su segundo al mando, Bricio, hombre de honor y de su entera confianza – Os ruegan vuestra presencia tras terminar la marcha de bienvenida.
La reina sonrió con sarcasmo. ¿Qué más podía hacer? El abrazo que reservaba a su hijo tendría que esperar unas cuantas horas más. Después de todo, el niño, heredero de la corona, poco importaba para esos hombres, se preocupaban por velar sus falsos intereses alegando el bienestar social de su gente.
-Perfecto, no hay nada en este palacio que tenga mayor prioridad que el concejo, y luego osan llamarme majestad, inclinarse y reverenciarme – Miró al cielo – Cuando la que obedece y enmudece soy yo. Por favor Bricio, haced llamar a Uric, necesito que me acompañe.
Ella no permitió que el reproche de su caballero llegara a alcanzar sus labios.
Conocía el disgusto de todos por el mago, pero Uric, era necesario en aquella campaña. Había acompañado hasta el último instante a Eiella, y no se permitiría dejarlo a un lado, su devoción por él no era otra cosa que gratitud. Una gratitud infinita hacia el hombre que le había salvado la vida, y que ahora sanaba su corazón.
El palacio la recibió en medio del silencio. Un par de mujeres acudieron a quitarle la pesada capa de sus hombros, en tanto que Uric descendió por la gran escalinata de mármol saludando con seriedad. Ella apaciguó sus miedos en tanto que el mago asintió para asegurarle que todo marchaba bien.
Juntos, se dirigieron al gran salón donde una docena de hombres vestidos con túnicas blancas aguardaban. Inclinaron sus cuerpos al paso de su reina, sumidos en el encierro, en el mutismo incierto de una espera poco deseada. Eiella tomó su lugar y el mago se situó a su lado, las miradas incómodas acosaban como un leve martirio para soportar a ese hombre.
Los magos no eran bien vistos en la ciudad de Vanyr, allí los hechiceros representaban peligros desconocidos para la ciudadela, la cercanía de un hombre tan temido no hacía más que aumentar el disgusto de las decisiones tomadas por Eiella.
-Esperamos que vuestra vuelta a la ciudad sea provechosa majestad – Anunció un gordo llamado Erendur.
-Lo sería si no tuviese que plantarme ante ustedes antes de ver a mi hijo – Replicó ella – Desde la muerte de Adalbert se ha juzgado y cuestionado mi reinado, ¿Es que acaso una mujer no puede gobernar sola? Necesito un nuevo marido, un rey al que ustedes puedan aclamar y suplicar, y ustedes necesitan a un hombre, no una reina que se inmiscuya en guerras, y atraiga el hambre hasta su nación – Suspiró esperando que alguien respondiera – ¿No es así?
Todos voltearon la vista asumiendo la razón que arrastraban sus palabras.
-Majestad, nadie ha puesto en duda vuestra capacidad – Prosiguió Erendur – Pero la realidad es cruda y nos amenaza de cerca. Queremos que firme la paz, el concejo solicita que cese la guerra con los Edur. Estamos convencidos, de que si el rey Adalbert estuviese con vida, no alargaría mucho más esta guerra.
-Pero no lo está, por tanto, quien gobierna soy yo.
El susurro de crítica no se hizo esperar.
Eiella miró al mago quien asentía en silencio, le había advertido de aquella conjura, del acuerdo que tomaban otros a sus espaldas. ¿Cuánto había luchado por llevar un ejército a la batalla? Se había alejado de su hijo, de su tierra. Había visto el rostro de la muerte, conoció el hambre y la necesidad, todo para renunciar amargamente a los ideales que una vez se había planteado. Era traición, se encontraba con una soga al cuello, se sentía sofocada, mareada.
-Me niego – Respondió con la cabeza alta – No puedo ceder cuando nuestro pueblo se encuentra tan cerca de lograr la redención, los Edur ya no poseen armas ni hombres, sería cuestión de esperar un poco más, de aguardar con paciencia a que el rey pida clemencia. Debemos demostrar ser duros, tener sed de gloria.
Pero su discurso no era aceptado por nadie, había estado ausente durante largo tiempo. Su vida era criticada y cuestionada por esos hombres sin capacidad de lucha. ¿Pensaban que a ella le gustaba llevar espada, sentir la sangre y la posibilidad de morir? No, no le gustaba, pero lo hacía por el futuro de su país.
-No hay alternativa majestad – Sentenció Erendur que se aproximó para abrir las puertas.
Dos hombres vestidos de negro se aproximaron llevando a una pequeña criatura atada. La reina no podía vislumbrar bien entre las sombras hasta que se acercaron al trono. El pequeño iba encadenado de manos, con los risos dorados cayendo desordenadamente en su rostro, era su hijo, una víctima, un prisionero.
Eiella se puso en pie de un salto sintiendo la cólera tomar forma en su pecho. Uric la sujetó por los brazos obligándola a tomar asiento.
-¡Soltadlo inmediatamente! ¡Soltadlo! – Gritó la reina con furia contenida.
-Lamentamos llegar a esto – Erendur se aproximó hasta el niño tomando un cuchillo entre sus dedos – Pero es la única salida que existe. El rey de Edur no propondrá ninguna rendición, y seremos nosotros quienes hinquemos las rodillas, seguro será un mejor gobernante de lo que ha sido usted.
El niño no intentaba resistirse, se mantenía erguido con la vista en el suelo. Utilizaban a su hijo como una salida para sellar una paz que garantizaba la invasión de su pueblo, así se libraban de ella, dejando todo el camino cerrado. Erendur se acercó con el pergamino en la mano. Eiella se dispuso a firmar pero antes de hacerlo el mago sostuvo su mano.
-¿Estáis convencida de que es la única manera? – Preguntó sin mirar a nadie más.
Ella sostuvo su mano y dejó que la acercara hasta su vientre. Debía sentir el hijo que se agitaba en su interior, ese por el que los dos ahora estaban unidos.
-Lo es, antes de ser reina, soy madre, y mis hijos lo son todo.
Eiella firmó convencida del oscuro futuro que les aguardaba. La paz no atraía tranquilidad sino mayores problemas. Pero ella se sometía a la voluntad de aquellos hombres débiles no porque tuviese miedo, lo hacía, por el hijo que llevaba en su vientre y el que esperaba con paciencia que su madre se tendiera a salvarle la vida. Lo hacía por Uric, porque en medio de un mundo repleto de tinieblas él había luchado por salvarla, y porque en el fondo de su alma lo amaba.
La reina se mantenía sumisa, doblegada ante voluntades ajenas, a la espera de una nueva era. Después de todo el dolor sanaría su honor, y ella despertaría del horror, solo para llevar la gloria hasta su pueblo.