
La sangre corría como el torrente de fuego navegando en las oscuras mareas.
Los gritos salpicaban aquellas miradas tristes, cargadas por la pena, enardecidas a la sombra. En tanto que los hombres se alzaban, entonando aullidos de adulación, aclamando una vieja salvación mientras se derrochaba la muerte.
El silencio acorde acudía a sus gargantas ahogadas en pena.
El templo se iluminaba ante el baile de las llamas, en un silbido constante que enardecía sus lágrimas. Los rostros aletargados sonreían, en un intento por justificar la absurda existencia que les tocaba compartir.
Un grito inundó el recinto atrayendo a las sombras de la muerte sobre las almas presentes. Pythia se aproximó a la joven desnuda que lloraba sobre el altar. Alzó el cuchillo dorado y lo deslizó por el delicado cuello de la mujer, dejando que la sangre se entremezclara con el rugido que desprendía la multitud que las observaba. Llevando el deceso final a una vida impía, logrando enardecer los corazones creyentes que se reunían a presenciar el tributo que rendían a los Dioses.
El sopor invadió a cada uno de los sirvientes del templo que ahora se marchaban dejando a la sacerdotisa. Pythia, se quedaba a solas con la labor de otorgar la redención a un alma que viajaba a las puertas de la muerte.
-¡Maravilloso espectáculo! – Entonó una voz poco afable a sus espaldas.
-Mi señor – replicó ella, sorprendida, al tiempo que se inclinaba en una exagerada reverencia – No esperaba vuestra visita tan pronto, aún tengo mucho por hacer…
-No pretendía interrumpir – La cortó el hombre – Solo necesitaba hablar para hacer una pequeña petición – Dejó que el silencio ahondara en torno a ellos, no era buena señal recibir una petición personal del emperador – Acompáñame.
Ella obedeció, no tenía autoridad para desafiarle y menos para pedirle que dejara que cumpliera con su ritual.
Se marchó siguiéndole el paso, dejando atrás el cuerpo frío que formaba parte del sacrificio.
La sala de los espejos lucía peor de lo que ella recordaba. Aquel lugar maldito atraía a su mente vagos recuerdos de una vida inmortal.
El emperador tomó asiento en el enorme trono de piedra dejando que ella se habituase a la luz lúgubre que descendía en el centro de la sala. Deo, era un hombre calculador, parte de una descendencia ilegítima, de una sangre manchada por el deshonor. Pero nada de esto era prueba suficiente para retirarlo de su función, al contrario, como emperador, se había empeñado en masacrar pueblos, en desollar a cualquiera que osara llamarlo usurpador, en ganarse el respeto con hierro y fuego.
-Como os decía – Continuó de pronto el hombre sin dejar de mover cansinamente los pies – Mi legado se ha visto manchado por los rumores y las repetitivas intenciones de alzarse. Por fortuna, y tal vez gracias a vuestras funciones, hemos conseguido mantener al margen a los rebeldes estabilizando el imperio.
La sacerdotisa lo miraba sin observar.
Las incertidumbres que repetía no eran más que un discurso repetido cada vez que necesitaba de ella. El imperio no se encontraba en su mejor momento, múltiples alianzas y alzamientos se daban día tras día, y los intentos vanos del imperio por apaciguar estas circunstancias, no eran menos que un fracaso del que no se pretendía hablar.
En el fondo de todo su ser, ella deseaba que aquel imperio sucumbiese ante las garras de los rebeldes. No solo por sus propios intereses, sino porque estaba cansada de servir a Dioses fútiles en nombre de un hombre que carecía de humanidad. Deo personificaba todo lo que Pythia detestaba, podía ver la sonrisa sardónica y los torpes pensamientos que su padre había legado en él, y esto, era algo que ella no podía soportar.
Si existía algo que odiaba más que al propio Deo, era al padre de este. Y es que en esa sala, hacía un par de décadas, habían llamado a la presencia divida de la diosa Pyh, en un ritual extenuado por la oscuridad, albergando las oscuras intenciones de sentenciarla a una vida mortal.
Ella era parte de su prisión, consumida en una carne que más temprano que tarde se rendiría a la muerte.
Pythia se encontraba condenada al refugio del templo, donde hacía años era otra sacerdotisa la que se ocupaba de rendirle culto a ella. Ahora Pyh veía cómo esos dioses hermanos la desterraban, entregando su vida a satisfacer los intereses de un hombre miserable.
Esta era la pena que cargaba sobre sus hombros. Haber sido arrancada por la fuerza del edén de los Dioses para convertirla en una sacerdotisa.
En una mujer que profería sacrificios a nombre de ambiciones crueles.
-Y es por esto que he solicitado al templo que se organice un ritual divino como nunca antes – La voz del hombre la obligó a centrar su atención en él – Pythia, querida – Se acercó hasta ella – Sé que no he ganado vuestro afecto en todos los años que llevo en el trono, pero si alguna vez podrías perdonar lo que mi padre os hizo, yo por otra parte ofrecería la libertad que alguna vez os arrebataron.
Ella no podía creer que Deo ofreciera renunciar a ella. Debía encontrarse profundamente desesperado para desear desprenderse de ella y devolverle su inmortalidad.
-¿Qué necesitas? – Inquirió ella por primera vez sintiendo que podría retornar al lugar del que fue arrancada.
-Un ritual – Soltó él con una sonrisa enfermiza – puede que lo que os pido sea demasiado, pero necesito atraer a este mundo a Jarl, dios de la guerra, para que comande el ejército del imperio, solo entonces – suspiró – tendrás vuestra libertad.
La sacerdotisa se negó, semejante ritual, necesitaba un sacrificio mayor. Muchas vidas se perderían solo por llenar la codicia de aquel hombre.
-Espero que entiendas que no puedes resistirte – Insistió Deo presionando el cuchillo contra su espalda.
Entonces Pythia comprendió que no había vuelta atrás. En el centro de la sala aparecieron una docena de mujeres desnudas. Iban atadas, tiradas por uno de los gigantes guardias del emperador. La sala oscureció, en una torpe representación que le recordaba al día de su condena.
En el altar se dibujaban las figuras desnudas que aguardaban a una muerte certera, Deo colocó el cuchillo en su mano al tiempo que le sujetaba el cabello.
-Tu libertad está en juego, volverás a ese mundo… – susurró él pegando su boca a la de ella.
Pythia subió el altar sintiendo que su estómago se encogía dentro de ella. El cántico del olvido era entonado por una multitud que ahora se hacía presente. Deo la había arrastrado hasta allí intuyendo que ella no se negaría, no dejaba opción a otra cosa más que infringirle a otro el mismo horror al que la condenaron a ella.
Sintió el fuego en su garganta mientras el acero helado resplandecía contra su piel. Observó a aquellas niñas, desterradas de su vida, obligadas a sucumbir al hades solo por la ambición ciega de un desequilibrado. Deo sonreía, seguro de su victoria, complacido hasta el éxtasis de poder igualar a su padre en locura.
Pero ella tenía el poder esta vez.
No, no convocaría a Jarl y no profanaría otra vida inocente. Se tendió sobre el altar, decidida, empuñando el filo, convencida de que esta vez, no existía mayor libertad que la muerte. Dejó que el filo cruzara su cuello, escuchando el grito amortiguado en medio del silencio. Pythia ya no tenía miedo, y en menos de un día, había encontrado su libertad y redimir a todo un imperio. La diosa finalmente se convertía en sangre, en salvación, desterrando esa prisión a la que antes llamaba carne.