
La avaricia acechaba allá en los montes de piedra. Los corazones dejaban de latir ante el súbito aliento de luna prometida. Muchos habían perseguido el llano camino de la inmensidad, desafiando los oscuros secretos de la noche, atentando contra vidas inocentes. Algunos alcanzaban esa luz plateada que asemejaba el derroche injusto, para luego caer en las arenas de la muerte, sin mayor regusto que una sonrisa álgida atenuando sus rostros lúgubres.
Aquellos hombres de espíritu inquebrantable se negaban a alzar la mirada. La tormenta de arena los consumía renegándolos a un suplicio sin final. Eran los restos de una tropa, mermada y acontecida, que podían echar una vista al pasado solo para presenciar los terribles errores que corrían de sus puños y espadas.
Escucharon el retumbar de acero, el de alas de dragones, una batalla se avecinaba.
-Hay que encontrar refugio – Apremió Argos.
-Seréis idiotas, si tomamos un descanso o buscamos donde ocultarnos nos estaríamos alejando de la ruta – replicó Damira evidentemente irritada – la arena nos impediría encontrarla luego, dejad la debilidad. ¡Cobardes!
Ninguno osó contradecirla, bien sabían que cuando el malhumor hacía mella en la mujer, era suicida contradecirla.
No eran precisamente un grupo feliz en el que reinara la armonía. Eran unos bandidos con un objetivo común. Se habían conocido en la ciudad de Oriente, luego de abandonar una legión maltrecha. Tras la inevitable derrota decidieron reunirse. Esta vez no buscaban ganar una guerra o enaltecer el nombre de un aclamado rey. Buscaban llenarse los bolsillos de oro, de hacerse con un botín lo suficientemente grande como para satisfacer sus vidas.
Ahora eran cazadores, bandidos, prófugos.
Damira sentía vergüenza de venderse por oro. Sentía un pesar profundo que ni siquiera la ambición podía disipar, sus manos se encontraban marchitas, manchadas por un deseo difícil de satisfacer. Podía recordar una familia, una hija dulce y querida, pero esos recuerdos yacían en el fondo de su memoria. La mujer que había sido estaba muerta, al igual que todos los que había conocido.
Ella solo sabía de guerra, de sangre y de sed, de una sed ansiosa anhelante de venganza.
Pero su sed no podía apagarse. Quienes habían acabado con todo aquello que concebía como vida, ya habían pagado el precio a su espada, desde entonces, Damira caminaba sin mayor rumbo que el de esos deseos apagados que de vez en cuando inundaban su turbio corazón.
Argos la miró en silencio. El aleteo constante era la peor pesadilla para el viejo guerrero, sus compañeros solo obedecían a los mandados de Damira, quien pocas o en ninguna ocasión solía echar marcha atrás de sus toscas palabras. Consumidos en silencio, abogaban por las decisiones que ella osara decretar.
-Es aquí – Sentenció la mujer frente a una enorme montaña de arena.
La duda bailaba en los ojos de los hombres. Solo veían rocas y salientes de arenisca, exactamente lo mismo desde hacía un par de semanas.
-¿Cómo se supone que vamos a atravesar esa cosa? – Replicó incrédulo uno de los guerreros.
-Con un hechizo desde luego.
Damira se aproximó al extremo norte donde una piedra enorme sobresalía en medio de la nada, sus manos acariciaron la textura uniforme. Podía sentir el fuego ardiendo allí dentro, podía sentir la furia contenida, los miedos.
La luz de escarcha cegó a la tropa que la rodeaba, el día dio paso a la noche y un enorme portal se dibujó ante sus ojos.
-Bienvenidos a la casa de los espejos.
Argos se contuvo, podía ver las dudas reflejadas en sus rostros, ninguno creía por completo en ella.
Una mujer que dominara la hechicería era peligrosa y de poco fiar.
Pero la casa de los espejos los esperaba y no querían detenerse a pensar.
Avanzaron sumidos en la penumbra absoluta, solo se dejaban llevar por una llama violeta que reflejaba en la antorcha la hechicera, quedaba muy poco para convertirse en hombres ricos.
Ella podía sentir los cuerpos tensos que la seguían en la oscuridad, incluso podía escuchar el retumbar contra su pecho, no pretendía admitirlo, pero sentía un miedo rotundo a lo que pudiesen encontrar allí abajo. La suerte echaba en juego sus destinos, de no encontrar lo que buscaban podrían quedarse por años allí dentro, consumidos y enfebrecidos, agolpados a las consecuencias de su ambición.
No, ella estaba segura de que más tarde o temprano encontrarían el enorme cofre de plata. Entonces, podría separarse y cada uno seguir con su camino. Y después obtendría la libertad, no, la libertad no existía… Después no había nada.
¿Qué habría después? No lo sabía, no tenía hogar ni familia, no tenía nada, solo ansiaba que el oro pudiese llenar ese vacío que durante años la agobiaba.
Llegaron a una pequeña planicie en la que un largo pasillo se perfilaba.
-Nosotros iremos por allá, ustedes manténganse aquí – Decidió Argos sujetando la muñeca de la hechicera.
Se adentraron en la oscuridad donde el viento soplaba helado. La arenisca se revolvía en torno a ello, enfurecida, intentando ahuyentarlos. Pero su determinación era más fuerte, no fracasarían cuando se encontraban tan cerca.
La luz se encontraba al final, allí donde los halos dorados acariciaban su triste mirar.
-Hemos llegado – Les dijo Damaris con una sonrisa.
Una alcoba de oro les ofreció la cálida bienvenida. Los cálices, reflejados en el contorno de la luna, se alzaban rebosantes de plata y oro, en el suave rechistar de las monedas. Damaris sintió la gracia flotando en su cuerpo, tanta lucha y al final era esto. Miró a Argos que se mantenía con la boca abierta, y comprendió. Aquello era una búsqueda sin final, un suplicio en el que su alma nunca hallaría paz, nada de eso era lo que ella buscaba.
Un leve tintinar la obligó a desviar la mirada, allí entre las sombras relucía el tenue cabello de cristal de una niña, una niña pequeña que jugaba entre las doradas copas, con los ojos tristes la niña alzó a verla. Sus miradas se cruzaron en el fugaz instante del destino.
Damaris había encontrado un rumbo, un nuevo camino aún mejor que lo concebido, volvía a mirar hacia atrás y encontrar esos ojos benignos, finalmente encontraba su paz. Esa niña se convertiría en el propósito que el mundo le había arrebatado, después de todo la casa de los espejos le tendía un nuevo rumbo al que no podía decir que no.
Escribe el origen de Damaris. Entro por primera vez a tu blog y me gusta. Sigue escribiendo. Se te dan mejor las heroínas que los héroes. Espero otra historia de Damaris pronto, una de antaño, oscura, triste y épica, pero no feliz, las cosas felices se las dejamos a Disney 🙂
Muchas gracias Aureliano! Te tomo la palabra, me queda pendiente el origen de nuestra protagonista. Yo también creo que se me dan mejor las heroínas, es algo que debo resolver jaja
Saludos ?
Tengo dos novelas, diferentes las dos. ¿Por cuál empezaría?
– La casa de los espíritus (Isabel Allende).
– The Shining (El resplandor, Stephen King).
Umm difícil elección. Yo empezaría por la casa de los espíritus, me gusta mucho y creo que vas a disfrutar un montón. Ya me contarás tus opiniones. Que las disfrutes ?
Gracias 😉