
El viaje al bosque de las espadas
La eternidad se desdibujaba en las tenues sonrisas de un otoño aplazado, en los lúgubres corazones de esos seres ocultos a las sombras de la noche. El bosque de las espadas susurraba cánticos de muertes a esos oídos sordos de caballeros errantes.
Allí rondaban los exiliados, alejados de su patria, con una cruz marcada en el pecho, donde las canciones morían, nacían las nuevas leyendas, se alzaba un trono para la reina de los elfos.
El bosque de las espadas ululaba en medio de los torpes intentos de silencio. Sus respiraciones se cortaban entre aquellos que podían ser sus últimos alientos. Detuvieron la marcha, no es que fuesen con prisa, pero en esos caminos, los exiliados eran buen bocado del que fácilmente se podía sacar provecho.
Feela miró a sus hombres, lucían pálidos y demacrados, con un pie en el abismo, a puertas de la muerte. ¿Cómo se vería ella en ese momento? Probablemente peor, aquellos guerreros al menos estaban adaptados a la lucha de las batallas, a las tempestades, a dormir a la intemperie. Pero ella no, estaba acostumbrada a sus dulces trajes de seda, al agua caliente, al vino con miel.
-Pasaremos la noche aquí, al resguardo de los árboles que nos permitan los espíritus del bosque descansar lo suficiente, mañana será un día difícil – Anunció el comandante sin necesitar de su consentimiento.
Muchos habían perdido la confianza en su reina. La debilidad y la cobardía habían marcado una separación entre quienes permanecían fieles a su legado, aun así, se negaban a creer en sus decisiones, menos en terrenos peligrosos, donde ella no podría aportar más que nuevos problemas.
El campamento era un maltrecho intento por sobrevivir, conocían los peligros del bosque de las espadas y debían resguardarse de una trampa.
La reina sabía que ya no conservaba la gloria ni la magnificencia que otrora poseían esos viajes reales, pero ella ya no era una reina, por lo que no podía exigir más de lo que se le otorgaba.
El aviso de la conjura no había llegado demasiado tarde. A Feela se le decía con absoluta constancia de los movimientos de sus enemigos, se le hablaba de las ambiciones que se tornaban cada día más grandes. Pero ella, complacida en su benevolencia, se negaba a escuchar los rumores, había alejado a tanta gente de confianza solo para reducirse a la nada. Y es que ahora era solo el recuerdo de un tirano. Su padre había granjeado una temible reputación, y ella, en lugar de aplacar los miedos, los reforzó con una serie de decisiones que la llevaron a la ruina.
Sus días habían estado contados, el trono atraía las grandes ambiciones, y en un reino provisto de sabiduría, no se contendrían hasta dominarlo. Así, había visto como un grupo de soldados masacraba en las calles a su gente.
Mujeres, niños y ancianos probaron el deceso injusto y conjurado por las malas decisiones que ella había tomado. ¿Podría haber evitado la sangre? En sus terribles pesadillas creía que sí, y por esto, cada noche la asaltaban los miedos hasta reducirla a los nervios.
-Mi señora, si continuamos con marcha rápida y partimos con a la luz del alba, deberíamos llegar al Reino, lo importante es dejar atrás este horrible lugar – Le comunicó el comandante al tiempo que se sentaba junto a ella cerca del fuego.
-No le tengo miedo al bosque de las espadas, solo quiero llegar. Cada instante que perdemos, ellos creen menos en mí – Le respondió la reina con una mirada triste – Me temo que no soy digna de merecer el derecho de estos caballeros que han permanecido fieles al legado de mi padre.
-Son leales a vuestro legado, creen en la paz y la sabiduría que has traído a un pueblo olvidado.
-El conocimiento y la sabiduría son poca cosa cuando no existe el valor ni el acero para defenderlo, tal vez debí convertirme en una réplica de mi padre, sería respetada…
El hombre decidió no contradecirla. La reina se atormentaba en los mares de las posibilidades, navegando entre intuiciones que poco le servían. Y así se entregó a los sueños, complacida, pensando que pronto podría convencer al rey de las Espadas para luchar juntos y recuperar su reino.
Los cascos de los caballos resonaron en una tormenta de fuego. El acero golpea los turbios petos en tanto que los gritos rompían el silencio. Una decena de hombres irrumpían en el campamento, arrastrando y aprisionando a sus caballeros. La reina se despertó y profirió un par de voces, sintió algo tirando de su brazo, una figura enorme se dirigía hacia ella, la golpeó con el pomo de la espada y el mundo se volvió negro.
Regreso de la muerte
El dolor atenazaba como nunca antes había hecho. Sus muñecas yacían inertes, atadas detrás de su espalda, sentía un líquido espeso corriendo por su frente. Algo la alzó, no podía ver quien la llevaba a rastras porque tenía los ojos vendados, sin embargo, Feela pretendía ponerse en pie, en un tosco intento por recuperar la dignidad, si debía morir, al menos lo haría con honor.
Alguien quitó la venda de sus ojos y el mundo se llenó de luz. Se encontraba en una sala amplia iluminada por cientos de lucernas. Allí, de pie ante ella, se desdibujaban una veintena de personas sentadas en una amplia mesa, todos miraban hacia donde se encontraba, esperando que rompiera con el silencio, esperando una pronta explicación.
-¡Majestad! – Anunció el hombre alto que llevaba una pequeña corona sobre la cabeza – No podría haber pensado que una reina me visitaría en semejantes condiciones – Hizo una pausa y se acercó hasta ella – Desde luego, ofrecería un mejor trato, si me hubiese avisado de su llegada – Sacó un delicado pañuelo con el que limpio la sangre que caía por el rostro de la reina – Pero invadir mis tierras sin si quiera haber pedido un permiso, eso no es correcto ¿No sabe que nadie tiene permitido adentrarse en el bosque de las espadas?
Se extendieron las risas a lo largo del salón.
Feela podía ver que el rey no estaba dispuesto ayudarla, por lo que entendía, podría estar ya aliado con su antiguo reino.
-Mi lord, puedo entender su molestia – manifestó ella manteniendo la cabeza alta – Pero debo decir que mi reino ha sido asediado por hombres contrarios al legado de mi padre, y fiel a su reino, he pretendido llenar de sabiduría a mi pueblo – hizo una pausa – Es una decisión que me ha costado muy cara, puesto que los detractores se escondían y planearon dar un golpe en mi contra. Por esto he huido y vengo a suplicaros vuestra ayuda.
El rey bufó y una sonrisa burlona se dibujó en sus labios, el resto de los presentes se mantenían en el silencio, a la espera de lo que su señor decidiera.
-¿Por qué debería yo, aliarme con alguien que cuenta con absoluta desventaja?
-Porque soy la legítima reina del Imperio de los Elfos, y porque he pretendido hacer lo justo y lo correcto siguiendo la línea de mis antepasados, y porque si decide ayudarme, puedo juraros que el día que recupere mi pueblo, usted será tan rico como lo soy yo. Y no solo hablo de oro, hablo de cultura, de educación, de pueblos ilustrados.
Los hombres se revolvieron incómodos en sus asientos, el rey permanecía firme sin sentenciar su fallo. Feela podía ver las dudas cruzando por su rostro, podía entrever que las convicciones del hombre se tambaleaban.
Una mujer se levantó de su silla y fue hasta el lugar de Feela. Era la esposa del rey, quien ya había tomado su propia decisión, soltó las ataduras de Feela y besó sus mejillas.
-Que la valentía reine para siempre en este álgido corazón de guerrera, mi pueblo es tuyo también.
Su esposo la miró consternado, entendiendo que ya nada podía rebatir. Así se marchó, con la promesa de ayudar a otra reina, con el clamor de una lucha nueva. Pues Feela se alzaba en sus convicciones, más allá del río y de las montañas se encontraba su pueblo, ese que volvería a conquistar, ahora con la seguridad de una guerrera, pues la batalla estaba a punto de empezar.
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