
El mundo sucumbía ante las largas horas de tedio, en ese infinito silencio, sometidos a leyes injustas que se marchitan con el hielo. El futuro se desdibujaba entre mentiras.
Doblegando sus rostros pétreos los hombres del dinero se alzaban como indomables caballeros, apaciguando las voces ajenas, conquistando con monedas de miedo.
La maleta se hundía pesadamente en las antiguas frustraciones que acometían contra su alma. Había abandonado su pueblo en busca de esa ciudad dorada y todas las oportunidades brillantes que acarreaba.
Eran noches de sueño acompañadas por el miedo, Egia se enfrentaba a la rotunda desesperación del “No”.
Los hombres caminaban con pasos lentos, con la mirada triste, consumidos en turbios pensamientos. Era una nueva época, la de brillantes oportunidades, la de los contratos valiosos, de monedas tintineantes.
Aquellos cuerpos se movían por dinero. El oro se había convertido en un universo supremo al que cualquiera ansiaba aspirar. Las canciones dormían y las artes divagaban, ya no existía la aventura, no estaba bien pagada.
Las oportunidades dormían, consumidas entre mentiras, se agolpaban al pie de la ciudad, en la rotunda negrura de esas almas de piedra.
Allí todo era frío y remoto, las sonrisas exiliadas no solían visitar sus rostros mudos.
Egia no podía pretender llevar su agreste alegría a esas máquinas mecánicas consumidas por el dinero y el trabajo. Para ellos no existía otro pensamiento que el de “el tiempo es dinero” se sometían a la prisión por una pequeña bolsa de monedas doradas.
Era el brillo que eclipsaba sus miradas. Vendían sus cuerpos y sus mentes a un régimen todo poderoso, a un sistema que le imponía una vida mecánica a la que debía sucumbir.
¿Pero ella había escapado tantas veces para nada?
Se negaba a rendirse ante esas caretas de odio. Ante el tic tac de un reloj obtuso que determinaba el valor de sus segundos.
¿Era tan mísera y escasa la existencia humana?
Se retorcía impacientemente confundida entre las dudas. ¿Y si el mundo tenía razón y ella no? Entonces era mejor destinarse al fracaso y lo adverso, conformarse con aquello que llamaban correcto y renunciar a sus sueños.
Cada mañana intentaba convencerse de su egoísmo. El pensar diferente acarreaba una soledad inmensa y un rechazo infinito.
Era mejor encajar en el mundo, romper sus esquemas y entregarse dócilmente ante el sistema. Si todos anhelaban el convertirse en parte de ese todo, ella no podría seguir huyendo durante mucho tiempo.
Había aprendido a enfrentar las miradas duras, las que la juzgaban como una proscrita.
Sabían que escapaba a la rutina, que se negaba a doblegarse ante los vicios que los volvían autómatas.
Caminaban sumidos en la impaciencia, convencidos de su eficiencia, como si la vida no atrajera mayor satisfacción que las largas horas que se encerraban en su oficina.
Eran los hilos invisibles que los movían como si tuvieran cadenas. Como un perro en busca de una deliciosa golosina. Así se redimían los hombres de futuro, a la espera de ser cazados por aquellos que se atrevían a unirse al sistema, prometiendo la gloria, codiciando la zozobra de esas almas incautas que solo querían el dinero.
-Os veo muy a gusto sin hacer nada útil – Le dijo de pronto un hombre – El ocio es un crimen fatal que está penado en la ciudad.
-No soy de aquí, estoy de paseo – Mintió ella.
El hombre sacó una pequeña tarjeta del bolsillo de su pantalón y se la tendió.
-Tengo una empresa. Es nueva y todo eso, pero nos adaptamos muy bien. Somos un equipo pequeño que nos acostumbramos a salir de la rutina – Insistió él intentado hacerse el interesante – Soy Serge, tal vez te motivaría buscar alguna oportunidad con nosotros, nos gusta la gente con ideas.
El hombre se marchó dejando la fiel promesa de su rebeldía contra las ideas.
Ella dejó que la tarjeta tomara peso entre sus manos. No podía negar la ilusión que brotaba tras tantos días en la nada. No quería entregarse a las garras de ese monstruo conocido como la reclusión, pero las ansias por un pequeño triunfo la hicieron levantarse y tomar el ánimo por vislumbrar esa oficina que parecía asemejarse con el paraíso.
El edificio de fachada imponente sonreía tras todas las miserias que aguardaban en las calles desiertas. Llamó a la puerta con la espera cautiva y la sensación asfixiante del humo. Serge la recibió en medio de una plácida sonrisa, invitándola a pasar y sentirse cómoda.
Un hombre calvo y una mujer fantasma se encontraban sentados detrás de un pulpo disecado. Ambos miraban a la nada, perdidos en sus cuentas bancarias.
-¡Así que has decidido salir al mundo y entregarte a la vida de negocios! – Manifestó Serge absorbiendo un cigarrillo – Aquí nosotros hemos querido ofrecerte una oportunidad de oro. Queremos industrializar nuestro negocio y crecemos como la espuma, de firmar os podríais convertir en una triunfadora.
-Pero yo…
-No se diga más – la interrumpió Serge – traed el contrato y la haremos firmar de inmediato.
La mujer fantasma se acercó al fuego hasta extraer una larga pluma dorada, el otro hombre dibujó unos dientes afilados y arañó el papel de la mesa.
-Mergo y Asha son fundadores de este fructífero negocio… – Mencionó señalando a sus compañeros a tiempo que le tendía el papel – ¿Aceptas?
Egia se quedó leyendo aquellas letras pintadas con sangre, con la voluntad doblegada de aquellos dos cuerpos impolutos que solo obedecían órdenes. Sus ojos descansaban en la penumbra, en el vacío profundo de no sentir nada.
Eran seres repulsivos desprovistos de sus emociones humanas. Convertidos en ásperas máquinas disciplinadas a la espera inclemente de una palabra.
Los miró con pesar, comprendía que habían vendido sus almas, la integridad que en otro entonces los habría caracterizado como personas.
Seguro habían sentido alguna vez, se habían movido por sus ideales. Pero ahora solo eran sombras, espectros de la noche apaciguados a los deseos ajenos.
Sintió el asco subiendo por su garganta. Había deseado tanto pertenecer a esa ciudad y ahora lo dudaba.
No, no pertenecería a esos sueños rotos, no doblegaría su voluntad por satisfacer los deseos egoístas de un hombre desprovisto de alma.
-No – Respondió con voz claro viendo como los ojos de las bestias refulgían con odio – No pretendo ser una pieza rota de su juego, no soy un títere que mueves a tu antojo.
Miró el contrato y lo rompió ante su rostro. Con la cabeza en alto se marchó, dispuesta a aventurarse en un mundo nuevo a abandonar esos cuerpos sometidos a la dureza del régimen.
Ella no era como ellos, era una persona, jamás podría convertirse en esa bestia llamada orgullo despojándose de sus creencias. Se marchaba para no volver, se marchaba a vivir la vida que quería y no la que le imponían.