
El aleteo constante enturbiaba el tosco silencio que acampaba en el tenue bosque del ayer. El fuego se extendía a lo largo y vasto de aquellas colinas cenicientas, esas en las que el olvido susurraba a cuestas, en las que las largas noches de nieve sucumbían al calor de sus anchos colmillos, desterrando las viejas creencias, se acababa por condenar lo desconocido.
Malón marchaba entre la precipitada espesura de un ocaso sin luna. El sonido metálico retumbaba en su bolsillo como un peso inerte que conllevaba con la razón.
La empinada cuesta se dibujaba hasta alcanzar la enorme portezuela de roble, un poco escondida por la maleza y los descuidados arbustos que nacían entre la tierra, esa a la que no debía mirar, tan solo le quedaba esperar.
Una voz retumbó a orillas del río, seguida por aquella risa tan conocida y familiar. La hechicera aguardaba.
Acantha le llamaba con su dulce tonar y una mano enganchada al cinto. Poseía esa traslucida candidez que solo podía conservar alguien que había vivido miles de siglos. Le dedicó una mirada exasperada, y casi con impaciencia se limitó a dejar que la reverenciara dominado por sus confusos pensamientos.
Era la primera vez que Malón se presentaba ante ella. Los nervios lo obligaban a desviar la mirada y conservar la boca cerrada. Muchas cosas se decían de la hechicera, cosas escalofriantes que lo obligaban a replantearse si realmente necesitaba su ayuda.
No cabían las dudas. Era la única que podía ofrecer una respuesta, si su don resultaba ser del todo acertado, él sabría donde localizar la espada de los conjuros.
Subieron a una pequeña barcaza que navegó en el arrebato de la afonía. Acantha apreciaba el horizonte con expresión neutra, mientras Malón se sujetaba las manos con nerviosismo sin saber cómo actuar.
-Vuestro comandante ha muerto – Sentenció la hechicera con poco tacto, Malón retiró la vista, incómodo y acobardado – ¿Seguro que podrás lidiar con el peso que implica esta búsqueda?
No respondió. Ya no se encontraba seguro de nada, solo podía concebir la muerte extendida como una plaga siniestra arrebatando la luz de su pueblo. Aquellos magos malditos lucían como el peor mal. Habían liberado a los dragones de piedra, y con estos a la muerte disoluta que volaba en aras de la destrucción absoluta.
La luna lo acompañó hasta la ancha torre que servía como escondite de la mujer. Un hombre gordo con un cuervo sobre el hombro, abrió la puerta y los siguió en las interminables escaleras que los llevaron hasta una pequeña sala abandonada.
Ella podía leer en esos ojos de guerrero, un hombre fiel y frío acostumbrado a la soledad. Criado en las perreras con poco o nada que atesorar.
-Vuestra búsqueda no es más que producto de vuestros miedos. Los dragones han despertado y con ellos, los magos dominaran el reino, no hay poder absoluto que ose derrotarlos.
“Excepto el tuyo…” Pensó él con tristeza.
Sabía que la hechicera no tomaría parte en una guerra que no involucraba sus intereses, muchas ciudades se alzarían, otras tantas sucumbirían ante el fuego de la tempestad, no resultaba ser más que beneficioso ante sus ojos, aquella masiva destrucción.
En la edad del miedo los hombres se consumían como los incrédulos al cambio. Temían a lo nuevo y lo desconocido, se enfilaban en una guerra tosca por destruirlo todo a su paso. Por esto, muchos ansiaban alzarse con la anhelada espada, esa que devolvería la paz idónea y soñada que la humanidad necesitaba. Pero para Malón, aquella paz no era más que una utopía, producto de la imaginación de aquellos hombres que se creían reyes. Él solo ansiaba devolver la vida, recuperar la luz, y desterrar las sombras de aquel reino arrebatado en la codicia.
-¿Dónde puedo conseguir la espada? Necesito acabar con los malditos dragones.
-Vuestra lucha es en vano. Primero, pretendes inmortalizar aquellos deseos reprimidos de nobleza y gran linaje, aun a sabiendas de que siempre seréis nadie. La única lucha en la que sois partícipe, es en la que vuestro comandante os enfiló engañado.
No era cierto, su señor no osaría mentir, estaba preparado para los juegos de palabras. Los dragones eran peligrosos e indomables, solo sembrarían el caos y la muerte como venían haciendo hasta ahora.
Ella tomó asiento y lo miró complacida.
–Alas negras – Anunció mientras tomaba una carta de la baraja – Los dragones son inmortales, y solo Baruk, el mago que les dio vida, puede maldito cuervo volverlos a sumir en el profundo sueño
“Una corona rota, ha acabado el tiempo de los hombres para dar paso a la era de la magia. Vuestra raza peligra, y de no adaptarse se extinguirán bajo el fuego perpetuo – Tomó otra carta – El lobo solitario, eres tú cabalgando a cuestas en un camino sin final.
Malón fue a replicar cuando sintió que el dolor lo partía en dos. Sus ojos nublados solo alcanzaban a ver la hechicera que se mantenía impasible, observando cómo este se enfrascaba en las aguas del inframundo. El aleteo envolvió sus pesados sueños, a lo lejos el retumbaba robándole los restos que le quedaban.
No sintió cuando el agua le llenó los pulmones, tampoco cuando los ojos comenzaron a escocerle impidiéndole ver nada, solo sentía el zumbido rogante que engullía sus oídos, y el dolor… Ese dolor eterno que le subía por el cuerpo.
El infierno era una lúgubre caverna sepultada ante la noche, podía escuchar la respiración robusta de un ser sin alma, burlándolo, sentenciándolo. El fuego nubló el firmamento, se alzó en lo alto, como una promesa desconocida, dándole de golpe con el humo a la cara.
Sintió el metal trastabillar, ese duro e inconfundible, podía vislumbrar las láminas de plata brillando bajo la luna desierta. Era el fin, no podía extender su lucha concibiéndose como el único guerrero en vencer a la bestia, se preparó para morir mientras el enorme dragón echó otra llamarada por los orificios de la nariz.
Sus pensamientos se despedían con el pesar de aquellos a quienes no podía recordar. Malón metió la mano en el bolsillo y sintió la moneda, fría y dura, la tomó, asiéndose a la última esperanza que le quedaba, y cuando la bestia pretendía dar la embestida fatal, la moneda voló por los aires, mientras sus manos se asían a la perpetua superficie repleta de escamas. Entonces el aire le dio en el rostro, gélido y feroz, comprendió que se alzaba en la libertad, porque allí se encontraba él, volando sobre el dragón, convirtiendo la noche en día, volviéndose a la leyenda que sería algún día.