
La guerra
El rugido imperceptible se extendía sobre el incierto futuro del mañana. Las vastas tierras se consumían en el silencio, en la espera inclemente de un porvenir con olor a muerte, donde las viudas se lamentaban, aún sin lágrimas, despidiendo el maravilloso tiempo del ayer.
El oscuro cielo se sumía en el silencio, en ese sutil y vago misterio que muchos insistían llamar heroísmo. Los hombres, acometidos al triunfo, decidían luchar por su señor, por un rey benigno que en tiempos tristes se refugiaba en su alto trono de piedra, que en el duro invierno, se acobijaba al fuego tras los altos muros de su inmaculado palacio.
El rumor de la guerra caminaba a paso de triunfo en las anchas praderas de Aedon. Los niños corrían a prisa llevando las nuevas noticias, como una novedad absoluta, casi esperada, ansiada. Dibujaban en sus labios tenues sonrisas, sus padres se convertían en hombres aclamados, en héroes, en titanes poderosos que todos aplaudían.
Karpos veía el futuro con un lúgubre gusto de pasado. La guerra siempre atraía muerte, y tras ella, solo queda el dolor perceptible que el tiempo no lograba borrar. Los jóvenes olvidaban que las importantes hazañas, y las canciones de aguerridos caballeros, siempre quedaban enterradas entre atormentados recuerdos.
Finalmente se desperezó acompasando las breves pisadas en la entrada, su hijo se deslizaba intentando en vano pasar desapercibido, los sentidos de su viejo padre aun se mantenían a la buena expectativa de su llegada. La puerta se abrió irrumpiendo el aletargado sueño del anciano.
No quería admitir que tal vez su hijo sintiera la tentación de la gloria, pero tampoco podría creer posible que olvidara las viejas historias, sus antepasados, y la tragedia que acontecía a su pequeña familia.
-¿Has escuchado lo que rumora el pueblo? – Preguntó Tarso al tiempo que besaba a su padre en la mejilla – Todos han corrido a la plaza, en pocos días llegará una comisión de parte del emperador buscando a los mejores guerreros.
El brillo de sus ojos no podía ocultar la juventud y lozanía que poseía. Su padre no podía más que admirar la estupidez de un corazón valiente.
-Olvídalo, no llevará a nada – Fue la única respuesta que se decidió dar.
Tarso se decepcionaba ante el miedo desconocido de su anciano padre, tal vez el pasado aún marcaba huellas dolientes y profundas en su ser, pero no podía vivir a través de los recuerdos de él. Sentía como la vergüenza se sumía sobre sus esperanzados sueños, la gloria se mitificaba como un añorado trono, como el paraíso secreto al que cualquier joven podría aspirar.
-Voy a ir – Dictó casi sin pensar en las consecuencias.
-¡No, no lo harás! – Le reprochó Karpos haciendo uso de su autoridad.
Podía verse a sí mismo naufragando entre promesas rotas. Podía apreciarse empuñando su primera espada, cabalgando a cuestas con el pecho en alto y la ilusión de salvar un imperio. Pero también podía ver su primera batalla, los gritos, el llanto, el terrible lamento barriendo el cielo, y luego veía a los hombres, pálidos, demacrado, desmembrados suplicando una muerte rápida.
En sus ojos se dibujaba el momento en que tuvo que blandir su espada contra la carne del enemigo, siendo el verdugo de tantos hombres inocentes. Casi podía sentir el sabor a sangre manando de sus labios.
No, su hijo no alcanzaba a ver más allá de las palabras ensalzadas, se concebía como un mártir de la tierra, como el inmortal que daría fin a los villanos malvados que osaban tener por enemigos.
Pero Karpos sabía ver las cosas tal y como eran, sabía lo que implicaban las despedidas, las promesas de una visita pronta que nunca haría, sabía lo que significaba dejar a su mujer en un puerto abandonado y nunca volverle a ver, el sentir a sus padres masacrados, el tener a su pueblo olvidado.
Los horrores de la guerra lo habían perseguido durante treinta largos años, se había jurado sepultar aquellos recuerdos maltrechos para alejarse y alcanzar una fingida calma. Pero el pasado, cada noche tocaba a su ventana, cada noche volvía a tientas torturándole, echando las culpas en cara.
Su mujer colgaba de la horca, con los ojos en negro, con la boca muda, ahora lloraba, derramaba lágrimas de sangre por permitir que su único hijo acariciara la idea de unirse a la guerra.
-Porque no estáis dispuesto a soportar todo lo que vendrá – Afirmó el padre poniéndose en pie – Porque las historias maravillosas que ese falso rey ha venido a contar son una mentira, no existe gloria, no existen canciones, al final solo queda la muerte y vacío, un vacío tan inmenso que no se puede llenar ni con todo el oro de este mundo.
Tarso lo miró incrédulo, sabía que su padre había sido soldado, mucho antes de trabajar en la granja, mucho antes de convertirse en un cobarde. Pero aquel pasado estaba velado para él, a quien nadie solía decirle realmente lo que aquel anciano había vivido.
-Que tengas miedo no significa que yo deba tenerlo – Le reprochó con furia.
Aquel hijo suyo, era lo único que le quedaba en la vida, albergaba una sed insaciable por lo desconocido, tildaría a su padre de pávido si con ello se aseguraba un lugar en la guerra.
Karpos podía ver sus miedos dilatados en los grandes ojos marrones de su hijo, veía la derrota antes de librar la batalla más importante de su vida.
Se redimió en el silencio, entre los debatidos anhelos que luchaba por vencer, entre el grito mudo del pasado, reprochándole el engaño y la mentira.
El anciano llevó a su hijo hasta la alcoba, preparado para revelar el dolor que durante años yacía guardado en el fondo de su alma. Echó llave al largo baúl, recordando el fatídico instante en el que juró no volver a mirar en su interior.
Los años habían purgado las largas noches a cuestas, llevaban los sueños marchitos que ahora se encerraban en el olvido. Allí se encontraba intacta, la vieja armadura de su padre, aquella que llevó en cada una de las batallas, aquella que en miles de ocasiones le salvó de la muerte pero no del dolor.
Ahora se la entregaba a su hijo, no podía aliviarle las penas ni convencerlo del horror de la guerra, simplemente entregaba aquel maldito tesoro, esperando que su suerte fuera otra, esperando que en el tiempo finalmente la guerra quedara sentenciada al ayer.