
La noche sin luna descendía sobre el ocaso tenue del pueblo de los muertos. Los soles se extinguían bajo las alas perpetuas de la libertad efímera, en esa condenada prisión ya no cantaban los elfos. Se adormecían en el silencio eterno, ese que los disipaba como el final de los tiempos.
Las guerras lo habían matado todo. No quedaban más que las cenizas y el fuego. La magia desaparecía como un sutil recuerdo, el que sume en la lejanía, acostumbrado a la rutinaria vida que ahora les acaecía.
¿Por qué se ahogaban en la noche eterna? Eran exiliados, esclavos del pasado. Hombres sin rostro que perseguían a la muerte.
Calena se negaba a someterse a la terrible ruptura. No había conocido otra cosa que ese mundo de miseria y miedo, y sin embargo lo dejaba atrás. Convencida de los nuevos amaneceres se empeñaba en recorrer los páramos celestes, en una búsqueda antigua, a la que toda su gente auguraba un fatídico final.
Prefería marchar a un futuro incierto que someterse a la desidia, que acostumbrarse a la desigualdad esperando la muerte, era mejor irse que vivir con el remordimiento de no haberlo intentado.
La cumbre emergía en la penumbra de sus miedos. ¿Y si solo se conducía a una muerte sin final? No, no podía fracasar, tantas semanas de viaje no podían conducirla a un laberinto sin final.
El viaje parecía gastarla. Cada tramo, se hacía insoportablemente alejado, incierto, repleto de los fantasmas del pasado volviendo para acosarla y atormentarla.
- ¿Falta mucho? – preguntó dirigiéndose al cochero, este respondió con un seco gruñido de impaciencia.
Era mejor no preguntar. Las tentativas se desdibujan en esos rostros difusos que la rodeaban. La instigaban a mantenerse callada, a sepultar sus dudas, a no despegar sus labios.
Quienes la acompañaban en el coche no tenían mejor aspecto que ella. Una madre con dos niños famélicos se acobijaba a su lado censurada al silencio. Un soldado, al que le faltaba una mano, miraba toscamente como si desconfiara de los caminos, del cochero, de la vida misma.
“La oscuridad…” pensó con miedo. Desde su llegada, no solo su pueblo había enfrentado la masacre y la cercana extinción. El mundo entero sufría las consecuencias terribles que agolpaban a familias enteras a sepultarse en un ciclo infinito de injusticia.
Retiró la vista intentando ignorar los turbios pensamientos que se agolpaban en su cabeza. Era mejor dormir, necesitaba descansar y no se lo permitía dada la poca confianza que le generaban esas personas.
Los caballos se detuvieron y unas voces de hierro resonaron fuera de la calesa. Ella quiso mirar por la ventanilla, pero el manco se lo impidió. Sintió unas manos aferradas a su espalda y un golpe que la dejó tirada.
Los gritos empezaron a surgir.
El cochero insistía en que debía llegar pronto y los hombres se negaban a voces. “Órdenes del rey” replicaban sin cansancio otorgándose el poder de hacer a gusto lo que quisieran.
Golpes, gritos y amenazas.
Destiló el acero, blandiendo el aire como un enemigo conocido.
- Sígueme – Susurró la voz del manco.
- ¿Y ellos? – Inquirió señalando al resto de los viajeros.
- No tienen salvación.
En un arrebato de cólera se lanzó a través de la pequeña portezuela siguiendo al hombre. El cuerpo del cochero se hallaba tendido al borde de la carretera, los soldados buscaban en torno a sus pertenencias y cuando se cansaron, se aventuraron a la calesa.
Sus ojos sorprendidos se toparon con unos viajeros que no podían ofrecer nada.
- ¡Matadlos! – Decidió uno de ellos.
No se quedaron a presenciar la muerte, era tan fría, tan poco humana que Calena no quería mirar, ya había visto lo suficiente para recordar el olor y la sensación que quedaba después del vacío.
No podían correr el riesgo de ser vistos, era mejor huir como unos cobardes ¿Qué sacrificaba ella al emprender un viaje de salvación si dejaba morir a quienes encontraba en el camino?
- Son los días que siguen a la guerra – Le sugirió el manco tras ver la mirada de ella – Tienen miedo, por eso quieren exterminar cualquier rasgo que pueda poseer la magia.
- Pero ellos no…
- Lo sé – Interrumpió su protesta – Y probablemente los guardias lo supieran también, pero en el mundo de las sombras es mejor asegurarse de dejar todo muy bien enterrado. Soy Naim.
No respondió. Continuaba pensando en esas personas, en sus rostros hambrientos cargados de miedo. Casi podía ver a su familia, tirados a mitad de la nada, sin sueños, desprovistos del amor que ella les profesaba.
- Lo siento, debo continuar mi viaje – se disculpó nada dispuesta a seguir la conversación.
- ¿A los páramos celestes? Buscas el árbol de la vida – Le sorprendió que él pudiese estar enterado de esas leyendas a las que todo el mundo intentaba restar importancia – No están lejos, solo un día caminando por las colinas, conozco el lugar.
Sintió la aprensión en torno a su garganta. ¿Quién era? ¿Por qué tenía tanto conocimiento sobre el mundo de los elfos?
- Preferiría continuar sola.
- Escucha, sé que en esas colinas hay cosas horribles, soy manco pero no por eso dejo de ser valiente – Razonó él – hace mucho tiempo, cuando perdí la mano, pensé que era culpa de los reyes de la noche. Me sentía miserable, quería morir. Pero con el tiempo, comprendí que la culpa y la razón de esto me pertenece. Luché por la causa equivocada dejándome vencer, quiero salvar a los elfos, quiero un mundo en el que exista la luz, en el que sus voces se alcen y vuelva a dejarme llevar por el viento. Hace mucho que no tengo nada, no hay vida en la tragedia, no hay más que sombras y bruma.
Calena se dejó tocar por sus palabras. Entendía la culpa y había aprendido a vivirla. Además, si el camino era tan corto como decía, sería poco el tener que soportar su compañía.
Y aquel extraño no podía maravillarla más. Era hábil y alegre, casi parecía recordar su niñez, tan simple y sencilla. Pero no podía volver a esos días felices que duraron tan poco. Su infancia había sido condenada por los hombres de la noche.
Se pusieron en pie dispuestos a emprender la marcha, arropados a las sombras, acostumbrados al silencio.
A pesar de que iban rápido, ella no podía evitar la nostalgia. Alguna vez su familia habría caminado por esas colinas, habrían cantado y dejado que la brisa acunara sus voces. Pero ya no existía esa magia, y los elfos no podían entonar melodía alguna.
- ¿Quieres que cante? – Preguntó Naim como si intuyera los pensamientos de ella.
- Prefiero el silencio – Sentenció poco dispuesta a dejarse arrastrar por la amargura que llenaba su alma.
Caminaron y caminaron, como un viaje largo que parecía no tener final. Y cuando las piernas le fallaban, cuando el aliento le faltaba, Naim dijo que estaban llegando. Ella no podía ver nada, en aquellos bosques no había más que oscuridad y muerte, no podía sentir la luz, no podía mirar el día.
No habían hallado peligro alguno, solo alcanzaron a ver la soledad y la muerte. Porque la magia que se escondía en ese lugar, se encontraba desterrada para siempre.
Entonces los páramos Celestes otorgaron una bienvenida. Fría, seca y desprovista del encanto élfico que Calena pensaba podría tener.
Ese era el sacrificio. El árido paraje que los recibía no ofrecía ninguna señal de vida. El pueblo de los elfos se reducía a las sombras, su pérdida era inminente.
Un anciano salió a recibirlos, llevaba la túnica raída y la barba marchita. Sus ojos se fijaron en ella y por un momento pareció reconocerla, luego la luz del fuego volvió a caer en el embrujo de la noche, asintió y los condujo por un diminuto sendero.
Se fijaron en las pequeñas linternas que brillaban a la intemperie, consumiendo su calor los guiaban hasta el único rastro que podía quedar de su mundo, hasta ese recóndito lugar que no había sido tocado por las guerras.
Pero eso no era cierto. El árbol de la vida se moría, sus hojas caían convertidas en ceniza mientras sus ramas se secaban en las tristes tonadas.
- Se muere – Susurró el anciano con pesar.
- ¡No es posible! – Le contradijo Naim.
- Cuando la última hoja caiga nuestro pueblo habrá muerto, las voces de los elfos quedaran sumidas para el recuerdo, entonces la noche será eterna…
Calena había viajado durante tantas semanas para nada.
- No puedes estar aquí para nada, ve…
La instó Naim cómo si pudiese intuir su frustración. No estaba preparada para dejarse morir, no pretendía ahogar a su pueblo con nuevas negativas… Su fracaso no la convertiría en leyenda ¿Qué sería de Calena? La pobre que intentó salvar a los elfos solo para sentenciarlos con el olvido. No, no los dejaría.
Se acercó al árbol y pudo sentir las voces dormidas de los elfos, pudo sentir su canto, sus ansias por salvar. El árbol alimentaba el mundo y su gente, ahora que moría, no quedaba más que el escaso tiempo que los condenaba.
Sintió el tronco entre sus dedos, influyendo el dolor, la tristeza, la agonía…
Y buscando en su pecho encontró la voz que dormía.
Entonces el canto se elevó llegando a los cielos, cubriendo los páramos de esa tonada triste que les devolvía la esperanza. La luz giró en torno ella, y Naim comprendió que no volvería a verla. Calena daba su vida por la de su pueblo, se convertía en una leyenda, volvía a cantar como nunca había hecho.
Las estrellas la envolvieron elevándola a los cielos, allí en el firmamento, el globo de luz volvía a brillar, ya no como un sol opaco consumido a la oscuridad, si no como Calena, el elfo inmortal.