
El mundo se disipaba en la oscura sombra de un ocaso perdido, en las lunas moribundas que se deshacían como el vago soplo de la nieve llegando el verano. En tanto sus rostros se desdibujaban como los torpes recuerdos de unos ojos ciegos, en una vida sin luz, en las utopías perfectas que encadenaban las libertades de aquellos hombres impávidos, a la espera inclemente, consumidos en la angustia, condenados a la penumbra.
Eran los días perpetuos que se adormecían bajo el letargo eterno. El mundo se dividía en dos. Una parte pertenecía a los hombres libres, a aquellos que poseían ese don tan preciado conocido como el dinero, eran ellos los dueños de la alegría y de la independencia. De ese grato sentir que era desconocido para tantos otros. Y la otra parte, pertenecía a quienes no conocían más que el encierro y el abandono.
Nacidos en la miseria, en la absoluta pobreza, eran llevados a la cantera, ese terrible lugar en el que todos germinaban esclavizados, con una cadena al cuello, consumidos por los tesoros que nunca llegarían a poseer.
Gyda había tenido la mala suerte de nacer en la cantera. Sus ojos no conocían otra cosa que la vida miserable a la que se encontraba desterrada, sirviendo en el viejo palacete del emperador.
Allí, el miedo caminaba a tientas, como un viejo amigo que solía visitarlos en el momento más inesperado, ansiando tomarlos por sorpresa, anticiparse para ocasionarles un susto de muerte.
-El señor espera su vino – Le susurró una de las esclavas instándola a darse prisa.
El vino debía estar caliente y especiado tal como al emperador le gustaba. No es que el señor frecuentara encontrarse de buen humor, e incluso, en sus mejores días solía tener un trato casi inhumano para sus sirvientes. Esos seres vivos que él denominaba como sus queridas sombras.
Pasaban a expensas de ganarse una buena paliza en los días malos, esos que eran habituales, casi rutinarios.
Se apresuró hasta la enorme estancia de piedra con los ojos fijos en el piso. No llamó a la puerta, sabía que ese honor solo lo tenían los esclavos jefes, y ella no era otra cosa que una simple pelusilla llevada por el viento, obedeciendo órdenes a diestra y siniestra para complacer a quienes vivían en el antiguo palacio.
El emperador gozaba de una angustia terrible aquella fría mañana.
Su hijo, Jona, intentaba disipar las ansias locas que venían asaltándolo desde hacía varios meses.
Con cada nueva carta, el hombre estallaba en una furia feroz que le otorgaba una buena golpiza a quien se encontrara cerca.
Por eso ella estaba allí, era una de las favoritas de su señor, e implicaba que los golpes nunca llegaban a tocarla más arriba del mentón. Otras chicas no contaban con la fortuna y el misticismo que rodeaba a Gyda.
Había nacido prisionera, pero según decían, su madre no era una esclava. Ella no podía estar segura de esto, puesto que nunca la conoció. Eso le garantizaba una existencia maldita por la que fue condenada a la cantera. Aún así, la diferencia de Gyda constaba en su tersa piel caoba, tan distinta de las otras, que eran pálidas y desacostumbradas a la dulzura del sol, en sus manos pequeñas, en sus ojos de oro poco acostumbrados a la benevolencia de las personas.
-¡No podéis dar crédito a esas mentiras! – Gritó el hijo del emperador dando un puñetazo contra la mesa – Nadie osaría enfrentarse con vuestro imperio.
-Esos malditos cobardes se creen que pueden desafiar el sistema que he creado – Replicó el anciano – Ninguno de ellos vivirá bajo mi mandato.
Pocos lo sabían, pero existía un tercer fragmento del mundo del que nadie hablaba.
Tan antiguo como el cielo mismo, y del que solo los esclavos tenían una mera y escasa conciencia, porque cada vez que nacía uno de ellos con la marca, sería desterrado. El emperador hacía referencia a ellos, a los marcados, una leve cruz en su piel que los identificaba como seres provistos.
A pesar de los rumores, Gyda no entendía qué los hacía diferente del resto, solo sabía de aquellos llevados a las cuevas y de las que nunca más se escuchaba de su existencia.
Un escalofrío recorrió lo largo de su espalda. Bajó la manga de su túnica ocultando a la vista su muñeca.
Ella no pertenecía a ninguno de los mundos a los que la mantenían atada.
-¿Acaso no estáis escuchando? – Clamó una voz a sus espaldas arrebatándola de sus
pensamientos.
Gyda se giró y dedicó una profunda reverencia a su emperador, este se levantó enfurecido, como en sus malos días, esos frecuentes instantes en los que perdía el control y el mundo parecía desaparecer tras los gritos y la humillación.
Solía acercarse alzando la mano con la que le gustaba golpear, ella se preparó para sentir el dolor, pero algo detuvo la mano de su señor.
-Un momento – Interrumpió el primogénito al padre acercándose hasta la esclava.
Gyda se contrajo en un acto involuntario de miedo, él la tomó por el brazo obligándola a contorsionarse por el dolor, entonces alzó la manga y quedó a la vista una sutil cruz en el brazo de esclava.
-¡Tú! – Fue lo único que alcanzó a decir el anciano porque cuando intentó aproximarse, la esclava corrió a través del pasillo.
Pudo escuchar los gritos resonando a su espalda, aceleró el paso en un único intento por escapar.
Sabía que si sus pies se detenían no le esperaba otro final que una muerte dolorosa. Entonces el pasillo resonó bajo el canto incontenible de la guardia imperial.
En torno a una simple esclava, se apostaban decenas de hombres acechando con sus lanzas, como si una criminal hubiese determinado a hacer uso de la magia contenida en esa marca.
Pero Gyda no podía más que alzar las manos y entregarse benevolentemente. Como una presa acechada contuvo el aliento al tiempo que giraba sobre sus talones, entonces, el mundo dejó de dividirse ante sus ojos para elevarse como una creación que había sido sujeta a los caprichos de un gobernante egoísta.
Por primera vez desde su nacimiento Gyda escuchó el lamento de los elfos, llamándola, instándola a luchar para unirse a ellos, esa tercera facción que sus ojos desconocían la llamaban desde el destierro, en un último intento por obligarla a sobrevivir.
Pero el hombre poderoso se abalanzaba contra ella conteniendo el odio que sentía por los de su especie.
-Eres una vergüenza, tu existencia es un mero error en este mundo que he creado – Y tomó una espada, dispuesto a darle muerte.
Por un breve instante, la esclava apreció la marca marchita que se dibujaba en la muñeca del emperador. Era un renegado, sin poder, que se había dispuesto a dar sepultura a una naturaleza más salvaje que no podía comprender.
Un elfo desterrado.
La prisionera alzó las manos y el canto se escuchó en sus pulmones, como un fuerte retumbar en el que finalmente despertaban sus dones.
Gyda se convirtió en el fuego que otorgaba la muerte a las cadenas que la oprimían. Por una vez sintió la esencia desconocida que su naturaleza escondía. No era una pieza rota tirada a la deriva, ahora se marchaba, dispuesta a acabar con el sistema impuesto por un hombre sin escrúpulos, pero antes debía responder a ese lamento, al llamado de todos aquellos que habían padecido.
Debía encontrarse con aquel pueblo masacrado que la había salvado, Gyda devolvería su libertad a los elfos, desafiando la esclavitud a la que los habían desterrado.