
Las olas mecían de manera inclemente aquella proa que se resistía contra la salvaje marea. Los hombres, danzaban al unísono del mar, en ese acústico canto que arremetía con vaga ansiedad.
Entre tanto, sus corazones se apaciguaban, dominados y casi dormidos, con la insistente vanidad de ver sus sueños perdidos.
No eran marineros. Nunca habían surcado el mar. Tampoco eran agiles guerreros. Solo eran vándalos al borde de la justicia, sometidos a una deuda de sangre que su señor les había hecho jurar. ¿Y cómo podían contradecir a un hombre que los había armado y dotado de buenos barcos? No podían, aunque murieran, uno de ellos debía sobrevivir y cumplir la promesa que habían declarado.
Esa promesa pesaba tanto. Se movía con insistencia sobre la ancha madera, como una serpiente buscando tentarlos, pero ninguno osaba mirarla, su fama precedía aquella voz dulce, esos ojos de miel, esa piel caoba que embrujaba a los hombres libres para atarlos a la misericordia de un llanto de sirena.
Lena no pretendía tentar ninguno de ellos. Se resignaba ante la suerte que le aguardaba más allá del inmenso océano. Un hombre cobarde, débil, que ni siquiera había podido enfrentar a un rey para arrebatarle a una simple esclava.
-¿Cuánto falta? – Preguntaba con insistencia.
Pero ninguno de ellos se atrevía a mirarla más que de reojo cuando pensaban que no los observaba. Poco importaba, para Lena cambiar una cadena por otra debía ser lo mismo. ¿Esperaba ser rescatada? Creía poco probable que el rey desplegara una flota entera en busca de una amante. O una zorra como la llamaría la reina. Desde luego nadie preguntaría por ella, nadie se asombraría de su falta, de su presencia.
Había sido tan fácil que casi no opuso resistencia. Los hombres llegaron al alba, provistos de espadas y hachas afiladas, la amenazaron y rozaron con el dulce filo de la muerte jurando que acabarían con esa vida de excesos que cantaban los bardos en las posadas. Porque ella poseía una gran fama, no por ser esclava, no por poseer la voz más bella de todo el continente. Todos la conocían por ser la amante del rey, por la guerra no declarada que la reina insistía en mantener, y por convertirse en la sucia zorra de un conquistador que poco después se dejó vencer.
Avistaron tierra y jamás se sintió tan triste de estar a salvo. Ya no estaba en peligro de muerte, pero era poco satisfactorio dejar de ser la zorra de un rey para convertirse en la de un simple señor.
Bajaron complacidos soltando la soga de su cuello. Su señor, Burfickh, se plantó con una sonrisa alegre en el rostro pálido y delgado. Tendió una mano a la chica y sujetó con dulzura sus hombros, con una felicidad palpable de volverla a poseer.
-Mi señora, jamás me he sentido tan complacido como ahora que hemos conseguido liberarla – Exclamó con voz clara para que todos pudiesen escucharlo – Si el rey Einar pretende recuperaros, tendrá que asistir con sus mejores espadas, porque os defenderé hasta la muerte.
Todos alzaron las armas y gritaron enfebrecidos, como si la guerra tratase de un asunto de faldas, de defender la dignidad de una puta. Pero no, eso solo eran excusas que Burfickh balbuceaba para no quedar como un ignorante que llevaba a su pueblo a la desgracia, a una guerra inclemente contra todo un imperio.
Llegaron al palacete donde vivía Burfickh. Era grande, con dos salones bien iluminados y unas habitaciones muy amplias. Dejó que ella avanzara y presentándole el lugar que haría las veces de alcoba. Una habitación rectangular, con un enorme ventanal que daba la vista al mar. Un par de doncellas aparecieron, y el señor les permitió que prepararan a la invitada para la cena que se organizaba en su honor.
¡Y qué honor para todos poder presenciar a la zorra que había cautivado a todo el reino!
A la mujer que rezaban los dulces cantos condenándola como una vulgar hechicera que se dejaba cautivar por artes oscuras. Y ella no podía negarlo, nunca lo había hecho, que la gente hablara y se dejara llevar por vagas ilusiones era solo una excusa para encadenarla, para ansiar el día en el que pudiesen degustar con la muerte de una sucia oportunista.
Las doncellas le tenían miedo, ella no podía comprender por qué, no era más que encantadora ante los que solían llevar espadas, el resto, la odiaban. La detestaban con fervor por poseer aquellas dotes divinas que las simples mujeres se negaban a admirar, y de las que sin embargo se componían los mejores versos.
El salón la recibió en la oscuridad rotunda de una noche sin luna. Allí se congregaban los ojos curiosos que asistían a la presentación de la nueva señora. Burfickh se comportaba como si aquella dama representara alguna distinción de nobleza entre las simples gentes del pueblo.
Las miradas perdidas divagaban entre la sencilla túnica que cubría el sutil cuerpo de Lena, algunos reprobaban que ostentara las sedas más puras de todo el reino, también la soberbia distinguida con la que alzaba el mentón como si todos ellos estuviesen conociendo a una nueva reina. Pero lo cierto era que Lena sabía representar muy bien su papel. Durante años se había acobijado en las sucias cocinas del palacio oculta de los ojos de la reina, pero ahora, podía andar a sus anchas, complacida en su belleza, en esa mirada cálida que pocos imaginaban los tristes misterios que ocultaba.
-¡Estamos orgullosos de poder sentarnos junto a tan distinguida dama! – Manifestó Burfickh presidiendo la mesa poco antes de que empezara la comida.
-No puedo sentirme más halagada ante tal recibimiento – Replicó la voz de terciopelo de la dama – Mucho se ha rumoreado, y se seguirá diciendo sobre las manchas que preceden mi nombre. Pero hoy nace una vida nueva, he dejado una esclavitud perpetua para abrazar la libertad que este querido pueblo me ha regalado, y no puedo más que estaros agradecida ante el cumplimiento de la palabra de vuestro señor.
Las copas se alzaron y resonaron en un choque metódico que reforzaba la confianza de Burfickh. Pero Lena no pretendía dejar ser la zorra de un rey y convertirse en la de otro. Y con simple y muy delicado movimiento, tomó el cuchillo de la mesa y se abalanzó sobre el pecho del caballero, convocando a la niebla, a los ríos de bruma que rozaron su piel caoba.
Los gritos inundaron el recinto mientras los guardias intentaban detenerla, para cuando lograron alzarla, Burfickh yacía inerte como la cera.
Las miradas de espanto atravesaron la sala, muchos gritos ahogados fueron exclamados en vano. Lena se alzó bañada en sangre como si acabase de resurgir entre las tinieblas.
-Se acerca una nueva era para nuestras tierras, libraremos la guerra ante un imperio que nos lo ha arrebatado todo, juraremos justicia sobre las tumbas de nuestros hijos y marcharemos por el futuro de nuestro reino – Sentenció con las emociones deslizándose por la piel – Navegaremos por riquezas, por libertad… ¡Ya basta de hombres débiles que no se atrevan a librar sus propias batallas! Todo aquel que sea capaz de sostener un hacha puede venir conmigo…
Y como un impredecible arranque ante la voz más seductora de la historia, las rodillas se hincaron jurando fidelidad a una puta, a una asesina. Finalmente Lena se consagraba como la reina que siempre había aspirado a ser, y para ello necesitaba temple, acero y esa capacidad de oratoria que nunca le fallaba. Con curvas se puede enamorar a los hombres, pero con voz se puede enloquecer y conquistar los más grandes imperios.
Una historia épica. Un personaje rotundo el de Lena, creo que te podría dar para una novela si no lo ha hecho ya. Esa escena final es poderosa. Saludos