
Las almas cautivas vagaban como leves prisioneras del adiós, albergando las tenues posibilidades
de alcanzar esa libertad plena que desconocían hasta entonces. La ciudad se mantenía en la
profunda calma que precedía al fin del mundo.
El sol se extinguía como el augurio negro de un desdichado final. En tanto, los hombres
sucumbían en sus lechos, agotados entre miles de excesos. En un reino que se lo había dado todo
y que ahora los obligaba a ceder, como ratas perseguidas, que merecían un catastrófico final.
Las inquietudes caminaban de la mano de Asad, consumidas en la bruma oscura, acompasadas al
silencio inmutable que se desdibuja en las calles desiertas. Los cuchillos habían surcado el cielo en
el lamento infinito de los reyes perdidos. Él no podía hacer nada, había asistido a la muerte de sus
hijos, y de cierta manera, había muerto junto con ellos.
Quedaba poco o nada en un mundo gobernado por los magos negros. Las sombras se
aglomeraban como el castigo injusto que descendía para sentenciarlos. Pero Asad, no estaba
dispuesto a entregarse, al menos no de manera voluntaria. Había perdido todo, las ganas de vivir,
el amor, su familia… por esto se tendía con firmeza ante el frío filo de la muerte, como un
condenado vacío que poco o nada tenía por perder.
Caminaba con prisa, con las ansias arrebatadas cabalgando contra su pecho. Se detuvo junto a la
enorme fachada destruida ¿Quién viviría entre escombros a merced de los enemigos? Sin
embargo, llamó a la puerta, tal y como sabían que haría. Una mujer delgada apareció entre el
canto aventurado de una noche sin final.
Avanzaron entre la oscuridad, adentrándose en un universo nuevo. En las tierras subterráneas que
aquellos hombres sin nombre habían conseguido para escapar de la muerte. Era el sueño utópico
que había desterrado aquellos seres que ansiaban una nueva oportunidad, aunque esta significara
tenderse a las sombras, a una vida de encierro, a una cadena invisible que los apresaba a vivir
como delincuentes.
Podía sentir los ojos clavados en su espalda, como el metal helado que desciende en las noches de
fuego. Subió los peldaños que lo separaban del alquimista, el hombre esperaba con la cabeza
recostada sobre la tierra mientras sus dedos ligeros jugueteaban con el fuego.
Al sentir los pasos abrió los ojos repentinamente y una sonrisa fugaz atravesó sus labios negros, se
puso en pie y le tendió el brazo para que Asad lo tomará y caminara a su lado. Anduvieron juntos
unos cuantos pasos sin atreverse a quebrar el silencio que los envolvía.
-Sabía que vendrías – Murmuró al tiempo que le tendía una mano – He esperado tantos años para
que esta valerosa suma encuentre su final en nosotros.
-Balor, no sé qué pretendéis hacer, pero no deseo ser partícipe de esto. Desde que lo perdí todo,
solo espero con ansias la muerte.
-Y sin embargo rehuyes de ella, te escapas siempre que tienes la oportunidad ¿Por qué? ¿Qué
mejor forma de morir que con honor?
Asad retrocedió, jamás había conocido el honor, y no pretendía hacerlo siendo tan viejo.
-Vamos amigo – Prosiguió el alquimista – No hay por qué engañarnos. Ambos nos encontramos
consumidos por el dolor, nos sentenciamos a una prisión invisible con los barrotes de nuestra
miseria. Ha llegado el momento de ofrecer algo bueno a este mundo en llamas.
Pero por mucho que intentará pensar no sabía que podía aportar. No tenía miedo de los vivos, eso
era cierto, pero tampoco buscaba tentar a la muerte de una manera estúpida, después de todo,
siempre había albergado serios temores hacia las puertas de la muerte.
-¿Hacia dónde vamos? – Quiso saber.
-A la torre de las lágrimas – Respondió con disgusto el anciano – Sé que no es vuestro lugar
favorito, y preferirías no poner un solo pie allí, pero si quieres comprender lo que os aguarda
debemos entrar.
La torre de las lágrimas se hallaba tal y como la recordaba. Fría y oscura. Allí se contenían todos los
dolores desterrados de la humanidad, todos los llantos y gritos que hombres y mujeres alguna vez
habían sufrido.
Asad no pudo reprimir un escalofrío, era un lugar horrible que deparaba los peores augurios para
la humanidad. El alquimista se acercó hasta un espejo dejando ver su suave superficie de hielo,
tras un leve soplo esta comenzó a parpadear y se convirtió en agua. Ambos asomaron sus rostros y
el viento los sacudió con violencia hasta consumirlos por completo. Cuando abrieron los ojos
estaban en un páramo desierto.
-¿Dónde estamos? – Inquirió Asad confuso y asustado.
-En el principio de nuestro mundo – Replicó el otro con calma – Aquí nacieron los reinos y las
naciones, aquí vencieron los primeros conquistadores hasta forjar el imperio que hace poco
hemos perdido. Lo siento mi querido amigo, pero somos sombras, somos los escogidos para
devolver a nuestra especie la paz que tanto anhelan.
-¿Debemos pagar un precio? – Asad sabía que ningún hechizo del alquimista era posible si no se
ofrecía nada, y generalmente, el coste era muy elevado.
-Ya lo hemos pagado. Nuestras familias han muerto por la negligencia de los reyes, por las toscas
guerras sin sentido que no nos atrevimos a batallar, y ese dolor, esa culpa, es el boleto de regreso,
es la puerta a un mejor mundo. Estamos aquí para reparar los daños de otros, sin ser nosotros
mismos, porque ya no formamos parte del todo.
Fue entonces cuando Asad entendió. Ya no pertenecían al mundo de los vivos, eran sombras, se
habían convertidos en espectros del pasado que intentarían salvar miles de vidas. Con dolor. supo
que volvería a ver a sus hijos, aunque estos no pudiesen sentirlo, él estaba dispuesto a legarles un
mundo mejor. Así, se dejó ir, como un vago recuerdo que pasearía por el resto de los tiempos,
corrigiendo errores, otorgando a la vida una nueva oportunidad. Así, Asad y el alquimista, se
convertían en el fuego.
Pronta continuación de este maravilloso relato.